-¡Elizabeth! –Rugió la figura de constitución menuda situada
a unos pocos pasos de ella, mientras propinaba un sonoro puñetazo a la pared.
-Ya va, ya va… –Rezongó la mujer agitando la mano con
pasividad y apartando vagamente su mirada del cristal– ¿Qué mosca te ha picado
esta vez, Hilarius?
-¡Haz el favor de escucharme cuando te hablo! Si no me
prestas atención tu mente no sabrá que decir en el escenario y tus músculos se
tensaran hasta paralizarte, dejándote en una postura de humillación total. Incluso
puede que vomites… –reflexionó el hombre con un tono malicioso escondido tras
su amplia sonrisa, a la vez que hacía un amago de subirse sus pequeñas lentes,
que se asían fuertemente a la punta de su redonda nariz–. Dime, ¿qué tengo que
hacer para que prestes un mínimo de interés?... –finalizó alzando las manos al
cielo de manera exagerada.
-Tú sabrás, eres el maestro. Obra de tu magia teatral
–declaró encogiéndose de hombros Elizabeth.
-Haber… repíteme el soliloquio del acto número seis de la
obra “Kiertins”… –murmuró limitándose a exhalar un suspiro de resignación.
La mujer tornó instantáneamente su mirada seria, se irguió
notablemente y carraspeó para aclarar su
aletargada garganta. Después, clavándose la palma de su mano sobre el pecho y
cayendo de rodillas dramáticamente, proclamó:
“¡De Dios mal galardón
al que esta guerra comenzó!
Que ni recuerdo ya si
quiera cuando soldado alguno su espada envainó.
Que muero sola en
palacio día a día, sol a sol.
Que incluso canta
réquiem a mi existencia un pequeño ruiseñor.
Que ni mi amado… ni
mi amado… ¿Riletiendo?”
-¡No, no, no! ¡Rialtendo! Que ni mi amado Rialtendo trajo a
mi presencia otra rosa de amor –suspiró Hilarius intentando mantener la
paciencia contando lentamente hasta diez.
-No es mi culpa –refunfuñó la mujer frunciendo los labios y retorciendo
hábilmente el mechón castaño que resbalaba por su hombro–. Que no le pongan
nombres tan complejos… Que entre Lituerta, Amarialto y Rialtendo van a
conseguir que me explote la cabeza. ¡Qué les den a todos!
-Te equivocas no porque sean difíciles, sino porque no
atiendes cuando te hablan –razonó el hombre en un tono cálido, mientras se
ajustaba afanosamente un chaleco a rombos rojos y blancos que sobresaltaban
notablemente sobre una camisa azul cielo–. Pero… ¿qué más da? Si por mil veces
que te lo repita no consigo que prestes un mínimo de interés en ninguna de mis
clases. Además…
-¡¡¡ELIZABETH!!! –Resonó potente una voz desde el exterior,
ligeramente amortiguada por el sonido de los cascos de caballos golpeando el
suelo que temblaba bruscamente a cada paso.
-Ni se te ocurra… –gesticuló lentamente Hilarius mientras
posaba sobre ella una mirada entre severa y de advertencia.
-Lo siento jefe. El deber me llama –sentenció la mujer
abriendo de una patada la puerta del carromato y precipitándose fuera de él en
un ágil salto, e instantáneamente posó sus pies en el suelo dejándose caer como
una frágil mariposa incapaz de mover el viento. Y, una vez en el suelo, se echó
a correr tan rápido como le permitieron sus músculos tensados.
-¡Hay que ver qué mujer! Quién diría que han transcurrido
tantos años y sigue con la cabeza a pájaros… De hecho, creo que nunca madurará.
–Finalizó derrumbándose sobre un sillón de terciopelo rojo carmín con los dedos
incrustados sobre el entrecejo. Posteriormente comenzó a reír–. Maldita muchacha… ¡¿Hilarius?! –Todavía se
acordaba de aquel momento… El se llamaba Peter no Hilarius… Pero un día, ella
le comenzó a llamar así, ya que decía que se asemejaba mucho a un personaje del
último libro que había leído y que se hacía llamar por dicho nombre. Y cuando
él le pregunto sobre el personaje ella se limitó a responder “Terco como una
mula desbocada y aburrido como una piedra en una montaña”. Desde entonces todos
le rieron la gracia a la joven y comenzaron a llamarle así…– Si algo no le
falta a esa mujer es ingenio y picardía, desde luego que no… ¡Dios mío, Dios
mío! Si empleara ese empeño en las clases de teatro otro gallo cantaría…
De repente, la puerta de la cocina se abrió y tímida asomo
sobre el dintel una figura femenina. Era una cocina pequeña pero práctica,
capaz de saciar cualquier necesidad culinaria. Tenía horno, cazuelas,
utensilios, una pequeña despensa y una pila de fregar, levemente desgastada por
los años. Una ancianita de cabello ceniza se encontraba faenando en ella
fuertemente concentrada en cortar la carne, que era su cena de la noche, pero
se permitió descansar y dedicar atención a la mujer de la entrada.
-¡Vamos! –le apremió agitando la mano en una invitación a
entrar–. Ya no eres una niña, puedes entrar cuando quieras. Hace mucho que
recibiste el permiso para profanar mi pequeño santuario –le sonrió con sorna–.
Además, vas a hacer que se salga el calor. Y mi cuerpo ya no tiene tanta
resistencia como antes.
-Por favor Adeline. Aún te queda mucha vida por delante. ¡Ya
querrían muchos estar como estás tú! ¡Y encima con tu edad!
-Ay Elizabeth… Si tú supieses… Mi cuerpo ya no está como
estaba antes… Pero bueno, es ley de vida. Unos nacen y otros mueren, ¿no? –rió
sarcásticamente mientras se giraba para continuar con sus labores.
-Así deprimes a cualquiera… –susurró cabizbaja la mujer
mientras jugueteaba laboriosamente pateando una piedrecita que se debía haber
colado por accidente en la estancia–.Pero… después de todo, no he visto a nadie
jamás tan ágil en un escenario.
-Siempre tan alegre y positiva… Me recuerdas a mí cuando era
joven… –y pausó para asestar un golpe al muslo y partirlo en dos, además de
para esconder una gota que asomaba brillante por el lagrimal izquierdo. Pero al
instante viró y clavó una divertida mirada en la mujer–. ¿Sabes? Puede que sea
vieja, pero todavía conservo las enseñanzas que me ha regalado la vida. Haber…
enséñame lo que me has mangado, tunante…
-Un par de bollos de crema… –susurró con una mirada de
inocencia infantil mientras revelaba tras de sí una bolsa de tela vieja.
-¿A quién vas a ver? –preguntó la anciana colocando sus
brazos sobre la cadera en forma de jarra y tornando su mirada severa.
-A Breth… Es que… si no hay bollo no hay cuento… –respondió
endulzando empalagosamente su voz para camelarse a su oponente.
-¡Hay que ver como traga ese viejo loco! –exclamó con
indignación mientras sacudía la cabeza vagamente–. En serio, no sé que le ves a
ese perro pulgoso que poco le queda para que la dama de la guadaña venga a por
él.
-¡No le llames así! –Refunfuñó clavándole una mirada como
reto, pero la anciana no cedió y no le quedó otra que esconderla bajo su
cabellera ondulada para responder–. El viejo Breth no está loco… simplemente es
diferente de las personas que transitan por el mundo…
-Eso no te lo discuto. Que es diferente, por supuesto
–sonrió con sarcasmo la mujer, pero finalmente le susurró cálidamente a
Elizabeth al oído–. De acuerdo, te dejo que le lleves a Breth mis deliciosos
pasteles. Pero dile a ese viejo lunático que no te meta más pájaros en la
cabeza, que ya nos vale con uno que no está cuerdo como para montarnos aquí un
manicomio. Anda, y ahora vete –le apremió dándole una suave palmadita en la espalada
para indicar que podía continuar su camino.
Ágilmente puso sus pies en tierra y comenzó a correr hacia
el carromato de enfrente lo más rápido posible.
-¡Elizabeth! Uno no se debe bajar de un carromato en marcha
nunca, y menos aún subirse a otro también en marcha –le reprimió asustado el
hombre encargado de gobernar el tiro de caballos y, reduciendo el paso
lentamente, le postró la mano que le quedaba libre–. ¡Vamos! Súbete antes de
que tropieces y te quebranten los huesos las pisadas de las bestias.
-Por favor… –resopló la mujer rechazando la mano del
cochero, para subirse de un salto a lomos del percherón tordo de su izquierda
mientras se asía fuertemente al yugo del animal, el cual sacudió la cabeza,
molesto por tener que cargar con más peso aún. Una vez arriba se giró con una
mirada burlona hacia el hombre, el cual no se habría esperado tal
comportamiento y seguía con la mano extendida, sin saber qué hacer para no
quedar mal ante la mujer–. Ay Bastián, Bastián, Bastián… Ambos sabemos que los
animales de nuestra troupe no se caracterizan por su gran velocidad, y que, de todos ellos, son tus percherones los más cachazudos. Si incluso los caracoles
les adelantan por doquier. ¡Mira! Ahí va uno –rió enérgicamente señalando hacia
en suelo.
-Eres cruel… –susurró el cochero agachando la mirada
avergonzado.
-No sabes cuánto… –gesticuló lentamente componiendo una
macabra sonrisa de oreja a oreja–. Pero yo tengo la solución a tus problemas.
-¿Mmmm…? ¿Cómo? –se atrevió a preguntar Bastián, a pesar de
saber muy bien que lo que la mujer se traía entre manos no podía ser nada bueno,
y menos aún para él.
Ella se limitó a ensanchar su sonrisa zalameramente.
Instantáneamente su expresión se volvió pícara y resuelta, con un brillo de
crueldad reflejado en la pupila. Mas en un abrir y cerrar de ojos sacó un
punzón de un pequeño cinturón atado a su pantorrilla y se lo incrustó al animal
en los cuartos traseros, el cual relinchó asustado y, desbocado, comenzó a
correr con todas sus fuerzas hacia delante. El hombre no supo qué hacer, quedó
paralizado, asumiendo la situación sin creer acabar de comprenderlo, ¿cómo
podía ser tan imprudente aquella mujer? De repente, una de las gruesas ruedas
de roble tallado sobrepasó una piedra a mitad de camino que hizo vacilar el equilibrio
del carromato, sacudiéndolo bruscamente en busca de un punto de armonía entre
ambos laterales. Esto fue suficiente para sacar al mayoral de su asombro, y una
vez alerta tiró bruscamente de uno de los laterales de las riendas mientras le
gritaba enérgicamente “¡So!... ¡Quieto bonito!...”. Una vez el control de
vuelta en sus manos exhaló un suspiro de alivio, a la vez que se dirigía hacia
la mujer para reprenderla seriamente. Pero un grito desgarrador procedente del
interior del carromato le hizo enmudecer:
-¡Maldito cochero de mierda! ¡Nos vas a matar a todos! ¡Es
la última vez que bebes perada antes de conducir! Ya veo que con muy poca
cantidad se te atontan los sentidos…
Pero para cuando quiso protestar, la mujer ya había saltado
hacia el carromato de enfrente dispuesta a abrir la puerta y desaparecer bajo
el umbral, a la vez que presionaba sus delgados labios con su dedo índice en
posición vertical como signo de que guardase silencio.
-Por cierto...
–susurró antes de penetrar en la estancia y con mirada angelical añadió–
Muchas gracias por acercarme a mi destino y cubrirme las espaldas. Digamos que…
sin ti no podría haber alcanzado tan deprisa el carromato de Breth.
Bastián quedó boquiabierto. Le habían engañado al igual que
a un necio, como un águila que juguetea a su merced con una mariposa a modo de
entretenimiento momentáneo. Aquella mujer era realmente retorcida… casi había
provocado su despido… y solamente por llegar antes al carromato de ese hombre,
que a saber que le habría visto a aquel muerto, sepultado entre polvo y libros,
que ni las larvas querían anidar en él. Estaba decidido, la próxima vez que la
muchacha viniese en busca de ayuda le arrollaría con el carro sin reparo
alguno.
-¿Breth?... –susurró dubitativa la mujer.
No podía ver nada, pilas de libros gastados y pergaminos
tapaban ventanas y recovecos con posibilidad de alumbrar la sala. Parpadeó
varias veces hasta que su vista se adaptó a la brusca oscuridad, entonces
recorrió con su ávida mirada toda la sala. Y allí lo vio, un pequeño bulto
irregular que rompía con el esquema geométrico de los libros rectangulares. Pero
el hombre hizo caso omiso a sus palabras y continuó agazapado en un rincón
leyendo concentrado un libro más grueso y pesado que él. Las láminas del
manuscrito bailaban ágilmente entre sus habilidosos dedos, moviéndose al son de
su melodioso murmullo. De repente el tráfico de hojas paró, presionó con el
dedo índice la página abierta ante él y con voz triunfante gritó:
-¡YA CASI LO TENGO! Solo un poco más y…
-Breth… –le recriminó la muchacha cruzándose de brazos y
frunciendo los labios, mientras le dirigía una mirada acusadora.
-Lo siento pequeña… Es que… –reflexionó, pero pronto sacudió
la cabeza y agitó la mano para quitarle importancia al asunto. Se levantó
costosamente, apoyándose sobre una de las paredes del carromato con su mano
libre incrustada en la cadera, se sacudió las prendas y esbozó una media
sonrisa– Bueno… en fin, ¿qué querías? –Pero al instante lo recordó y llevándose
una mano a la nuca, agregó– Ya sé, ya sé. No me lo digas, ya lo recordé.
Supongo que demasiada información es malo para mi cabeza… –enunció mientras
deambulaba por la sala sin un rumbo aparente. De repente se detuvo en seco,
para quedar mirando una silueta cubierta por una sábana roja desgastada y en un
calculado movimiento tiró de una de sus esquinas; permitiendo apreciar la
sombra de lo que parecía ser una vieja silla de cuero viejo y madera de ébano
medio carcomida, retocada en los extremos superiores con unas volutas en forma
de dragón enrollado. El hombre se dejó caer abatido sobre el sillón y echó la
cabeza hacia atrás, a la vez que se estiraba sus músculos como un gato
perezoso. Y volviéndose hacia la joven, añadió con brillante mirada–. Pero…
¿trajiste eso?
-¡SI! –susurró en un grito ahogado mientras le mostraba una
bolsa de tela vieja llena de bollos. Mas un tímido arco se formó en sus labios,
“¡Esta vez doblé la ración! Me pillaron, pero habrá merecido la pena. Seguro
que hoy hay más cuentos” caviló emocionada. Y ensanchando aún más su sonrisa se
la lanzó a su compañero, que en un movimiento de acto-reflejo la atrapó al vuelo.
Pero este no miró su contenido, es más, no parecía interesarle. Se limitó a
arrojar con indiferencia la carga a una de las esquinas de la estancia–.
¿Breth? –cuestionó en un tono de reproche la mujer. No podía creer que lo que
tanto le había costado conseguir no le importase ni lo más mínimo al anciano.
Pero sus ojos atónitos se dirigieron involuntariamente hacia una pila de
libros, al lado de la cual había ido a parar la bolsa con los pasteles. Y
entonces le pareció ver como algo se movía entre las sombras, pero para cuando
quiso fijar su mirada de nuevo en el lugar anterior, la faltriquera ya no
estaba.