sábado, 15 de febrero de 2014

CAPÍTULO 4º

Madeleine giró levemente su cabeza y miró por el rabillo del ojo la escena que se daba tras de sí. Unos veinte caballeros les perseguían y a ese paso no tardarían mucho en dar con ellos. Cerró los ojos apartando la imagen, de sus amigos y ella atrapados, de su cabeza. Tampoco parecía entender al loro, ¿cómo el entrar en un bosque les iba a salvar de lo que parecía una horda de caballeros sedientos de muerte? Y peor aún. ¿Por qué estaba siguiendo a un loro? En su mundo los loros solo eran criaturas que no paraban de repetir y repetir lo que se les decía. Entonces lo comprendió todo, se trataba de un sueño. Los juguetes no están vivos y los loros no tienen conciencia. Y sin pensárselo dos veces se frenó en seco mientras pensaba “Si todo es un sueño entonces no podrán hacerme daño, no podrán, no podrán, no p…” De repente algo, o mejor dicho alguien, tiró de ella, el soldadito de la juguetería la había cogido del brazo y la empujaba  hacia la arboleda insistentemente.
-¡SOLO ERES UN SUEÑO! –Gritó Madeleine a pleno pulmón.
-¡Deja de decir tonterías y corre o conseguirás que nos maten a todos! –le replicó él con su mirada clavada en los ojos color miel de la muchacha.
-¡SOLO UN S…! ¡AH! –Una lanza le había pasado silbado por encima del hombro y la había herido. No era un sueño. Todo aquello era muy real e involuntariamente se dejó llevar por el soldadito hasta el bosque.
Para la sorpresa de Madeleine los caballos se frenaron en seco y empezaron a moverse de un lado a otro asustados. Pero apenas tuvo tiempo de analizar aquella escena, el dolor de la herida hacía que le flaqueasen las piernas y no tardó mucho en desplomarse al suelo.
Se despertó y al alzar la mirada descubrió que se situaba en una estancia enorme. Se acomodó sentada en la cama, ésta resultaba muy confortable y estaba cubierta por un dosel  blanco. Por la ventana entraban, tímidos, los rayos de sol, ya que las cortinas estaban corridas, y sin dudarlo se levantó de un salto, se precipitó hacia las cortinas y bruscamente las abrió dejando que la luz del sol la bañase el rostro, Madeleine no pudo evitar sonreír ante la agradable sensación que le producían los rayos de sol que se reflejaban en su semblante.
-Si te sigues asomando tanto por la ventana vas a conseguir caerte.
Madeleine dio un respingo al oír aquella voz. Se giró de golpe y pudo observar que en un sillón de terciopelo rojo estaba sentado un muchacho que era más o menos un año mayor que ella. La luz que Madeleine había dejado entrar por las cortinas le marcaban los ángulos perfectos de su figura.
-Yo… Yo no me había fijado en que estuvieras aquí… Lo siento si te he molestado… -Expuso Madeleine cabizbaja intentando no mirarle a los ojos.
-No pasa nada. Era yo el que estaba esperando que te despertaras, llevas dos días dormida. –Dijo el muchacho apartándose con una mano los mechones negros que se a galopaban sobre su frente.
-¡¿Dos días?! –Le respondió ella sorprendida. Entonces lo recordó todo, hasta lo estúpida que había sido parándose en medio de aquel prado y poniendo en peligro a sus amigos. Ante su comportamiento no pudo evitar sonrojarse de vergüenza, sumiendo la habitación de un denso silencio.
-Por cierto me llamo Eryx. –Comentó éste para romper el hielo.
-Yo Madeleine.
-Lo sé –Le respondió con una sonrisa en los labios. –Me lo ha dicho Áraon.
-¿Áraon?
-El soldadito que te trajo aquí cuando te desmallaste.
Madeleine se dio cuenta de que no sabía el nombre de ninguno de sus amigos, ni de dónde estaban. Se volvió a asomar por la ventana y pudo observar que se encontraban a unos treinta metros del suelo, sobre un árbol y de que los alrededores estaban poblados por casas de madera unidas por entamados de puentes. Era un lugar hermoso. Por el suelo discurría el río más cristalino que Madeleine había visto jamás y al fondo se localizaban tres cataratas que llevaban el agua por las laderas de aquel valle.
-¿Y el Loro?
-¿Qué loro? –Se sorprendió Eryx ante la pregunta de Madeleine, que llevaba un rato mirando por la ventana obnubilada. -¡Ah sí! El loro se llama… Adan. Sí, eso es, Adan.
-Adan… Me gusta como suena. –Sonrió Madeleine mientras jugueteaba con su cabello pelirrojo– ¡Qué ciudad más hermosa! ¿Cómo se llama?
-Aranda, la ciudad colgante del Bosque Escondido. Fue una agrupación de magos exiliados de Morill la que encontró este valle y levantó en él la ciudad que hoy en día es. Pero la Emperatriz no los iba a dejar marchar tan fácilmente. Por lo que para impedir la entrada de ésta y de sus secuaces el mago Adelphos levantó una barrera mágica para proteger todo el bosque y a sus habitantes. Pero el bosque es muy grande y para protegerlo entero se requeriría una descomunal cantidad de energía y Adelphos necesitó dar hasta su último aliento para lograrlo. De hecho en la plaza central hay una estatua en conmemoración al héroe muerto por su patria.
-Entonces eres un mago… –Madeleine se quedó analizando un momento la escena de su huída, concretamente cuando los caballos se frenaron en seco y comenzaron a ir de un lado a otro como si intentaran encontrar la manera de entrar en el bosque y algo se lo impidiese. Entonces recordó a sus amigos, no había ido todavía a ver a Áraon ni a Adan y apostaría lo que fuese a que estarían preocupados por ella. Además debía disculparse con Áraon por lo ocurrido durante su huida.– ¿Me podrías llevar a ver a mis amigos? Deben estar preguntándose dónde estoy, y yo aquí hablando contigo mientras ellos estarán muy preocupados…
-Pues no se hable más. –Y de un salto el muchacho se levantó de la silla, agarró la mano a Madeleine, abrió la puerta y empezó a conducirla por pasillos que, según pensaba Madeleine, poco les faltaba para ser un laberinto, hasta llegar a un salón poblado de todo tipo de flores y en cuyo centro se situaban dos figuras, sentadas en unos sillones de lino, a las que Madeleine reconoció al instante. Sin dudarlo soltó la mano del muchacho y se echó en los brazos de Áraon a la vez que las lágrimas comenzaban a invadir sus ojos.
-Lo siento mucho. Siento haber dudado de ti y de Adan. ¿Podrás perdonarme?
Este gesto pareció enternecer al loro y al soldadito, el cual la abrazó y le dijo al oído.
-Tranquila, es mucho peso el que carga sobre tus hombros. Es normal que estés confusa después de lo rápido que ha ocurrido todo. –Le secó las lágrimas con sus manos y le preguntó– ¿Y qué tal la herida, va bien? –La muchacha sonrió y se subió la manga de la camisa, dejando ver así un pequeño rasguño sobre la superficie de su piel– ¡Perfecto! Pero yo tengo algún que otro roce, por lo que necesitaremos quedarnos algún que otro día más. Eso si a tu amigo no le importa cuidarte y mostrarte las maravillas de este mundo.
-¡Por supuestísimo! –Respondió al instante Eryx al cual se le había iluminado el rostro– Lo haré encantado.

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