lunes, 21 de abril de 2014

CAPÍTULO 11º

Nada más cerrarse la puerta de la estancia número 12 Madeleine salió corriendo hacia la última planta, en la que se situaba la biblioteca. Quería aprender magia cuanto antes. Al llegar a su destino se quedó boquiabierta, si la torre ya era hermosa de por sí… la biblioteca lo era aún más. Se trataba de una sala construida a base de mármoles y maderas. Levitaba en el centro de la torre, y solo se podía acceder a ella a través de dos puentes repletos de estatuillas que representaban al animal denominado Pegaso en pleno vuelo. Constaba de dos pisos y en su interior se situaba una gigantesca esfera del mundo que ejercía como mapa de Asment. Todas las estanterías estaban cubiertas de grabados y sus baldas rebosaban de libros, algunos de ellos daban a entender, según sus tapas, la cantidad de ojos que los habían leído y releído. Madeleine respiró una bocanada de aire aún obnubilada, cruzó el puente lentamente, ausente de todo lo que le rodeaba, prestando atención única y exclusivamente a aquel maravilloso archivo, deleitando su vista con aquel magnífico espectáculo, saboreando cada imagen. Sus yemas rozaban hechizadas los contornos de los libros, provocando con cada roce un escalofrío en su interior… todo lo que necesitaba se encontraba allí… Pasó un rato más paseando lentamente por los pasillos de la biblioteca hasta frenarse en seco delante de un libro, en cuya superficie estaba escrito con letras color carmín “Guía de inicio al conocimiento de la magia. Por: Edgar Lohuconer”  Madeleine sonrió, lo había encontrado. Su instinto le había guiado hacia el libro exacto que necesitaba. Lo cogió sin vacilar y, sin salir de su utopía, bajó a su habitación. Una vez dentro se abalanzó sobre su escritorio mientras abría el libro por su primera página, era extraño, al parecer la tapa del libro estaba desgastada por los años, pero sus hojas permanecían impecables e intactas, como si acabasen de ser escritas. Justo iba a comenzar a leer cuando un fino tintineo invadió su mente por completo, y sin dudarlo cerró de golpe el libro y se dirigió a todo correr hacia la cocina. Al entrar pudo descubrir que se trataba de una sala amplia y sencilla, contenía todo lo que una cocina necesitaba horno, nevera, utensilios… Encontró allí a Griadel que le brindó una amable sonrisa, Madeleine se la devolvió.
-Madeleine, ayúdame a llevar los platos y cubiertos al jardín, a partir de ahora comeremos allí. Estoy harta de tener que manducar en mi habitación. Supongo que para adaptarse bien habrá que romper alguna de mis preciadas normas –dijo en una carcajada mientras le guiñaba un ojo a la joven. Había decidido que ya que la muchacha se iba a quedar un buen periodo en la torre habría, por lo menos, que llevarse bien.
-¡Por supuesto señora! –exclamó Madeleine sonriendo todavía más, a la vez que salía corriendo para realizar su cometido.
-¡Ah! Y una cosita más
-¿Si? –dijo la joven dándose media vuelta.
-Haz el favor, no me llames señora. Suena demasiado formal, basta con que me llames Griadel –le espetó la anciana con una cálida sonrisa en el rostro.
-De acuerdo señ… Griadel –viró enseguida y salió corriendo hacia el jardín.
Una vez allí, Madeleine, colocó los recipientes y utensilios con la delicadeza de una mariposa, se trataba de una vajilla decorada con minuciosas pinturas que fijo había costado una dineral, y Madeleine no quería ser la encargada de tener que pagar tantos cuartos. Una vez finalizada su tarea se sentó para esperar, impaciente, a que Griadel llegara. La elfa apareció entre los arbustos enseguida acompañada, por supuesto, de un recipiente que contenía la comida de la tarde. Al alcanzar la mesa sirvió con cuidado la comida y se sentó. Había cocinado un simple caldo acompañado de carne de ternera, lo cual desconcertó a Madeleine porque no había ninguna vaca en diez kilómetros a la redonda. Pero ajena a sus pensamientos disfrutó de la comida, que fue breve y silenciosa.
-Estaba deliciosa Griadel –declaró Madeleine al acabar su plato– No sabía que cocinases tan bien. Ahora entiendo porque esta fue una de las torres más solicitadas en sus tiempos.
-Muchas gracias. Debes saber que no solo la magia es una de mis especialidades, también lo es cocinar. Pero hay en una cosa en la que te equivocas… me alaga que pienses que cocino de maravilla, pero en los buenos tiempos de la torre no era yo la que cocinaba, estaba demasiado ocupada, imposible cocinar, sobre todo contando con tantos alumnos como había. En aquellos tiempos teníamos contratado a un personal encargado de cocinar para los voraces alumnos de la torre. En cambio ahora… –el rostro de la elfa se volvió sombrío, rememorar aquello que ocurrió le rompía el corazón. Podría haber actuado cuanto antes, pero infravaloró a aquel joven…
-Lo siento… no debería haber sacado ese tema… –la joven había agachado la cabeza inconscientemente en símbolo de culpabilidad.
-No pasa nada… No es tu culpa… –enunció la anciana con una triste sonrisa, “No es culpa de nadie… solo mía…” pensó pesarosamente– Y ahora si me disculpas me voy a mi cuarto, tengo cosas que hacer. Que pases un buen día Madeleine.
-Lo mismo digo –respondió ésta automáticamente.
Se quedó algunos minutos más allí sentada, pensando en… la verdad es que su mente no se encontraba en ningún lugar, simplemente observaba absorta el paisaje que la rodeaba. Al rato su razón la hizo volver a la realidad, recordando así que había dejado el libro sobre la mesa, y que no debía perder ni un segundo en aprender los secretos de la magia.
Al llegar a su habitación se sentó en su escritorio y comenzó a leer. Pasó toda la tarde allí, sentada, leyendo el libro, ojeando sus páginas, sin obtener ni el más mísero resultado que compensase su esfuerzo. Aquel estúpido libro lo único que hacía era decirla cosas inútiles como, por ejemplo “La magia es una esencia abstracta que desde tiempos inmemorables el hombre ha intentado dominar a su antojo, sin darse cuenta de que en ellos mismos está la esencia de la magia, que fluye independiente por sus venas esperando a ser liberada. Pero para ello debemos situarnos en un lugar tranquilo donde nadie pueda molestarnos y así buscar nuestra magia interior […]” Había intentado realizar todos y cada uno de los consejos de aquel libro sin ningún resultado satisfactorio. Había perdido inútilmente toda una tarde… y eso la mosqueaba. De repente el sonido de una campanilla inundó la habitación. “Perfecto –pensó Madeleine– Resulta que ya es de noche y no he avanzado ni lo más mínimo. Estoy comenzando a pensar que esto de la magia no es lo mío y que como yo no soy de aquí la magia no fluye por mis venas, o lo mismo estoy estropeada o algo de eso. Sea lo que sea debo bajar a cenar cuanto antes o si no me quedaré sin comer.” Y salió a todo correr hacia la planta del sótano, donde como siempre una figura alta y esbelta la esperaba. Recogió los cubiertos, subió al jardín y colocó la mesa. Esperando como siempre la llegada de Griadel, que no tardó en aparecer. Esa noche había verduras, Madeleine se mordió la lengua para no soltar algún comentario como “¡Jo que asco! ¿En serio no había otra cosa en la cocina?” Para contenerse pensó en que la anciana ya había hecho un esfuerzo en dejarla permanecer en la torre y prepararle la comida como para protestar, sería muy grosero por su parte.
-¿Qué tal los estudios? –enunció Griadel con una siniestra sonrisa en la boca.
-Mal… –entonces comprendió– Tú lo sabías… por eso me has dejado quedarme, con la esperanza de que tire la toalla y me marche…
-Eres bastante avispada –dijo la elfa en una carcajada– Sábete que la magia es algo que sale del corazón, y como es de suponer los libros no te enseñaran a empezar a emplearla. Como tampoco te enseñaran a comenzar a amar. Las cosas del corazón no se descubren en los libros y por mucho que leas jamás lograrás desentrañar el origen de la magia. Haz lo que quieras, ¿qué si es una trampa y quiero que te marches? Posiblemente. No tengo inconveniente. Si quieres quedarte perdiendo el tiempo inútilmente en tu habitación mientras lees, por mí hazlo, como si quieres tirarte todo el día durmiendo en tu cama. Eres libre de hacer lo que quieras. Claro que yo te recomendaría marchar a casa con tu familia y dejarte de tonterías.
-No lo entiendes verdad… –susurró Madeleine.
-Habla más alto, no te escucho.
-¡NO LO ENTIENDES! SI TUVIESE LUGAR AL QUE IR, IRÍA. PERO YO NO TENGO NADA, NO TENGO A NADIE ¡¡¡ESTOY SOLA!!! ¡Y TÚ, EN CAMBIO, SOLO PIENSAS EN TI Y EN LO QUE TE CONVIENE! –Exclamó la joven con los ojos enrojecidos, no había podido evitar romper a llorar. – ¡¿HE HABLADO LO SUFICIENTEMENTE CLARO?!
-Sí… –enunció la anciana, que ahora comprendía muchas cosas.
-Pensé que eras simpática, amable… pero se ve que eres como todas las personas que he conocido hasta ahora y solo piensas en ti y lo que te viene bien, sin tener en cuenta los sentimientos de los que te rodean. Yo también soy humana ¿sabes?, tengo un corazón, y si me menosprecian me duele, si no me tienen en cuenta me hiere. Tengo sentimientos y estoy harta de callarme siempre a todo, de conformarme con míseras ofertas… ¡ESTOY HARTA! –declaró Madeleine mientras se echaba a correr hacia su cuarto. Una vez en él se derrumbó sobre su cama y se quedó allí, dormida por la nana que entonaban sus tímidos sollozos.
Mientras, una esbelta silueta, se había quedado clavada en su sitio, reprochándose su actuación, reprochándose sus palabras, reprochándose su atrevida ignorancia que tanto le había hecho pagar y se lo haría pagar siempre...

Mas aquella noche solo un ruido silencioso acudió a la torre, el sonido de los pasos que intentan ser ocultados, los pasos de una sombra deslizándose por las escaleras, la sombra de una niña que busca cobijo en los establos, para dormir al pie de su fiel compañero, para descansar al pie de quien nunca le engañó y nunca le engañará.

viernes, 11 de abril de 2014

CAPÍTULO 10º

Era una mañana tranquila, era una mañana como la de la calma que asola el mar después de una noche de tormenta fiera y duradera. Una joven descansaba sobre su lecho, su respirar inquieto daba a entender las pesadillas que la perseguían desde la última noche, en la que una sombra la había intentado dar caza hasta hacerla desfallecer, pero sin duda lo que más pavor le causaba era aquella macabra sonrisa y aquella mirada, detrás de la cual… detrás de la cual no había nada, y eso hacía que la joven se estremeciese de terror. De repente despertó y alzó atenta la cabeza, por un momento creyó que todo había sido eso, un sueño, y que nada había ocurrido, que estaba en su orfanato, en su cama, que como cada mañana iría a clase de Sor. Asunción y ésta le preguntaría la lección del día anterior con una siniestra sonrisa, que todo sería como antes… Pero la verdad le atravesó el corazón como una espada incandescente. No estaba en su litera, sino en una sala que era una completa desconocida para ella. Tenía las paredes adornadas con motivos florales sobre un fondo blanco roto, un pequeño escritorio marrón claro se situaba frente a su cama y sobre él descansaban dobladas unas prendas. Madeleine se levantó de un salto de su cama, la cual era simple pero confortable, y sus ojos se posaron sobre un amplio ventanal cuyas cortinas escondían tras ellas unos transparentes cristales, sin dudarlo se abalanzó hacia ella, corrió las cortinas, abrió las portezuelas de cristal y se asomó al balcón dejando que una ráfaga de viento acariciara delicadamente su rostro y ondeara al viento su cabellera pelirroja, inconsciente esbozó una sonrisa y cerró los ojos. Al abrirlos observó el paisaje, su semblante reflejó sorpresa, ¡se hallaba en la torre! En aquella torre que era su única salida y que había cumplido perfectamente su misión. Volvió a alzar la mirada, el paisaje de aquella mañana era mil veces más hermoso que el de ayer noche, claro que la situación también era distinta. Quedó un momento obnubilada, sumida en sus pensamientos. Al rato volvió a la realidad y en un segundo se quitó el camisón que llevaba puesto, vistió las prendas que habían dejado sobre el escritorio para ella y se cubrió con la capa que le había regalado Áraon, mientras una cálida oleada recorría su cuerpo de arriba abajo, lo cual le hizo dibujar en su semblante una amplia sonrisa. Se dirigió hacia la puerta y la abrió. Sus ojos destellaron de emoción ante la belleza de la torre por dentro, las paredes estaban edificadas a base de piedras blancas perfectamente encajadas y esculpidas con numerosos tallados minuciosos y bellos. En el centro de la torre habitaba un precioso jardín en el que un sauce llorón se alzaba seguro y hermoso, los alrededores de éste estaban poblados por infinidad de tulipanes y petunias, más algún que otro arbusto, y un romero otorgaba al jardín un sutil aroma delicioso. En su centro se situaba una esbelta figura sentada en una silla, mirando las hojas del árbol caer por culpa de los pajarillos que revoloteaban alrededor del sauce. Mas unos rosales recorrían caprichosos la superficie de las columnas que sostenían la torre. Pero lo más hermoso de todo sin duda era la cúpula de cristal en la cual había dibujados unos faunos junto a unas ninfas, todos ellos cantando alrededor de una hoguera que parecía moverse al son de la música silenciosa que estos entonaban. Sin duda aquel lugar, a pesar de ser desconocido, le inspiraba seguridad y pureza.
-Puedes acercarte, no tengas miedo de romper el silencio, no se irá, nunca lo hace, siempre vuelve cuando menos lo esperas e inunda toda la torre de Fâriendel –espetó dulcemente la mujer, que se había girado y ahora observaba a Madeleine, la cual estaba muy sorprendida de su intervención. Se trataba una elfa sin duda, era de porte sereno y cabellos ceniza, más unos ojos almendrados que infundían una gran sabiduría propia de los de su raza, y claro está que, como todos los elfos, sus orejas eran puntiagudas. Sus rasgos eran finamente tallados y delicados, mas su voz era dulce y melódica. Pero a pesar de la longevidad de los seres feéricos a ella ya se le iban notando los años.
-¿Fâriendel? –preguntó la joven sin salir de su asombro.
-Se ve que no eres de por aquí –dijo la anciana con una cálida sonrisa– Fâriendel significa Torre del Pegaso, y es una de las cinco torres de hechicería que existen en Asment. Antes era una de las más pobladas, miles de estudiantes recorrían inquietos y acelerados todos sus pasillos de una clase a otra, compartiendo risas y conversaciones. Todo lo que ves bullía de actividad y alegría, de noticias que iban y venían, de comentarios y cotilleos, de papeles que se caían al chocar dos alumnos obnubilados en sus pensamientos… –los ojos de la elfa se iluminaron por un momento, pero enseguida perdieron su brillo y esbozando una melancólica sonrisa declaró– Pero mira ahora… Las habitaciones bacías, mi compañía es exclusivamente la de los pájaros, lo único que se cae son las hojas de los árboles en vez de las de los apuntes… y la magia del Pegaso que nutrió esta torre en un tiempo, esa magia nos ha abandonado… Todo está mal… Y la torre muere por momentos… –poco a poco había ido bajando la voz hasta convertir sus últimas palabras en tímidos susurros. Y de repente la sala estaba gobernada por el silencio, otra vez, pero en este caso era un silencio más sólido y burdo que el anterior. Madeleine bajó la mirada y no se atrevió a objetar nada. La elfa lo percibió y prosiguió para romper el hielo– Claro que tú, por supuesto, no correrás mi misma suerte y marcharás, esta mañana, camino de tu casa. Todos deben estar muy preocupados por tu ausencia. Y dados los rumores que se oyen por ahí de este bosque no tardarían mucho en darte por muerta. Así que cuanto antes te presentes en casa mejor. Tienes la oportunidad de una vida tranquila y normal, no la desaproveches…
-Pero es que yo quiero quedarme aquí, quiero aprender de tu magia –le suplicó Madeleine.
-¿Y crees que te voy a dejar así por así? –enunció mientras exhalaba una carcajada.
-Por favor…
-No. –Le cortó seriamente– Para empezar no tengo por qué hacerlo, y da gracias a que me has caído bien y no he acabado contigo a la primera de cambio. Y segundo, las cosas ya me van lo suficientemente mal como para derrochar las horas enseñando a alguien que no tiene la más mínima idea de magia, sería perder el tiempo… Así que ¿por qué debería hacerlo?
-Porque no tengo ningún otro lugar al que ir, y de donde vengo no puedo volver con las manos vacías. Porque no tengo ni idea de que pinto yo en este mundo y lo único a lo que puedo aferrarme es a que al menos serviré de algo en mi cometido. Porque estoy perdida y esta torre es mi única esperanza y si me rechazas no sabré que hacer… Te lo suplico –de los ojos de la joven empezaron a manar las lágrimas, que iban resbalando dubitativas por sus mejillas– No entiendo nada… Haré lo que sea, estudiaré por mi cuenta si es que se puede. No te molestaré para nada. Lo juro. Por favor déjeme estudiar el arte magia en su torre… –le suplicó Madeleine, que había caído de rodillas y ahora sollozaba tímidamente en el suelo.
La anciana se quedó reflexionando, sentada de nuevo en su sillón hilado con tiras de madera. Sin duda la joven estaba perdida y desesperada, y seguramente si la expulsaba de su torre ella volvería a intentar entrar en ésta. Y de llegar a durar hasta la próxima luna llena las consecuencias para la muchacha serían nefastas…
-De acuerdo. –Enunció la anciana. Madeleine levantó la mirada, no podía evitar contener su alegría y saltó a los brazos de la elfa sin pensárselo ni un segundo– Estás empezando a hacer que me arrepienta… Debes saber, para tu  información, que aquí tenemos nuestras normas… –espetó mientras apartaba a Madeleine con delicadeza– Uno, no debes molestarme para nada. Te has quedado aquí por tu cuenta y riesgo, por lo que no pretenderás que encima pierda mi valioso tiempo contigo. Estudiarás tú solita el arte de la hechicería, yo tengo cosas más importantes que hacer y los libros que necesitas se hallan en la biblioteca, situada en el ático. No me harás preguntas y actuarás por ti misma. Cuando se accione la campanilla de la cocina, sala del sótano, acudirás allí al instante o tendrás que prepararte tu sola la comida. Verás que todas las habitaciones están numeradas, bien, pues tienes libre acceso a todas las ellas excepto a la número 12, ya que es mi habitación. Si por algún casual causas estropicios debido a tú magia deberás dejarlo todo tal como está, por lo que te recomiendo entrenar a las afueras de la torre. Y lo más importante, no quiero que por ningún casual se te ocurra salir por la noche de la torre mientras brille la luna llena en el cielo. ¿Has entendido todo?
-¡Si señora! –exclamó Madeleine intentado contener su alborozo. Pronto analizó la última frase, que la elfa había articulado con gesto serio, y le preguntó– ¿Por qué no puedo salir a las afueras de la torre cuando la luna llena ilumine el cielo?
-No preguntes. Ese era el trato, yo te doy unas normas y tú las cumples, además de que en esas instrucciones te especifiqué que no me formularás preguntas y actuarás por ti misma. No debes preguntarte las causas de mis instrucciones, solo debes obedecerlas. Confío en ti, pero a la más mínima acabaré contigo de una vez para que no me causes más problemas. Solo eso, y ahora debo dejarte para irme a mi cuarto. Buen día Madeleine, espero que te agrade tu estancia en la torre.
-¿Cómo es que sabes mi nombre? –preguntó la chica con incredulidad.
-Menosprecias mi poder… Y no quiero más preguntas, pensé que lo había dejado claro. –Con un elegante movimiento viró en dirección a su despacho y avanzó con paso ligero hacia él. Antes de entrar miró a Madeleine un segundo y dijo– Por cierto mi nombre es Griadel. –Finalmente penetró en la estancia y cerró la puerta tras de sí, provocando que aquel ruido se expandiese reiterativo por toda la torre.
La elfa se quedó pensativa, dentro de su cuarto, tumbada en su cama. Todavía se preguntaba por qué no había matado a la joven, normalmente lo habría hecho… cualquiera que entrase en la torre podía suponer un peligro para ésta y echar todo su trabajo a perder. Pero aquella muchacha… Sin duda tenía algo especial, porque si no nunca se habría apiadado de ella… Pero, en cambio, aquella joven le había caído en gracia y le tenía una cierta simpatía… Claro, que le habría encantado enseñarle el arte de la hechicería para comprobar su potencial, pero sería perder un valioso tiempo y no estaba en condiciones como para permitirse el arriesgarse tanto. Aunque la verdad… es que sentía curiosidad por ella, pero como dicen “la curiosidad mató al gato”, por lo que no lo apostaría todo a una sola carta… no mientras la torre siguiese enferma…