viernes, 11 de abril de 2014

CAPÍTULO 10º

Era una mañana tranquila, era una mañana como la de la calma que asola el mar después de una noche de tormenta fiera y duradera. Una joven descansaba sobre su lecho, su respirar inquieto daba a entender las pesadillas que la perseguían desde la última noche, en la que una sombra la había intentado dar caza hasta hacerla desfallecer, pero sin duda lo que más pavor le causaba era aquella macabra sonrisa y aquella mirada, detrás de la cual… detrás de la cual no había nada, y eso hacía que la joven se estremeciese de terror. De repente despertó y alzó atenta la cabeza, por un momento creyó que todo había sido eso, un sueño, y que nada había ocurrido, que estaba en su orfanato, en su cama, que como cada mañana iría a clase de Sor. Asunción y ésta le preguntaría la lección del día anterior con una siniestra sonrisa, que todo sería como antes… Pero la verdad le atravesó el corazón como una espada incandescente. No estaba en su litera, sino en una sala que era una completa desconocida para ella. Tenía las paredes adornadas con motivos florales sobre un fondo blanco roto, un pequeño escritorio marrón claro se situaba frente a su cama y sobre él descansaban dobladas unas prendas. Madeleine se levantó de un salto de su cama, la cual era simple pero confortable, y sus ojos se posaron sobre un amplio ventanal cuyas cortinas escondían tras ellas unos transparentes cristales, sin dudarlo se abalanzó hacia ella, corrió las cortinas, abrió las portezuelas de cristal y se asomó al balcón dejando que una ráfaga de viento acariciara delicadamente su rostro y ondeara al viento su cabellera pelirroja, inconsciente esbozó una sonrisa y cerró los ojos. Al abrirlos observó el paisaje, su semblante reflejó sorpresa, ¡se hallaba en la torre! En aquella torre que era su única salida y que había cumplido perfectamente su misión. Volvió a alzar la mirada, el paisaje de aquella mañana era mil veces más hermoso que el de ayer noche, claro que la situación también era distinta. Quedó un momento obnubilada, sumida en sus pensamientos. Al rato volvió a la realidad y en un segundo se quitó el camisón que llevaba puesto, vistió las prendas que habían dejado sobre el escritorio para ella y se cubrió con la capa que le había regalado Áraon, mientras una cálida oleada recorría su cuerpo de arriba abajo, lo cual le hizo dibujar en su semblante una amplia sonrisa. Se dirigió hacia la puerta y la abrió. Sus ojos destellaron de emoción ante la belleza de la torre por dentro, las paredes estaban edificadas a base de piedras blancas perfectamente encajadas y esculpidas con numerosos tallados minuciosos y bellos. En el centro de la torre habitaba un precioso jardín en el que un sauce llorón se alzaba seguro y hermoso, los alrededores de éste estaban poblados por infinidad de tulipanes y petunias, más algún que otro arbusto, y un romero otorgaba al jardín un sutil aroma delicioso. En su centro se situaba una esbelta figura sentada en una silla, mirando las hojas del árbol caer por culpa de los pajarillos que revoloteaban alrededor del sauce. Mas unos rosales recorrían caprichosos la superficie de las columnas que sostenían la torre. Pero lo más hermoso de todo sin duda era la cúpula de cristal en la cual había dibujados unos faunos junto a unas ninfas, todos ellos cantando alrededor de una hoguera que parecía moverse al son de la música silenciosa que estos entonaban. Sin duda aquel lugar, a pesar de ser desconocido, le inspiraba seguridad y pureza.
-Puedes acercarte, no tengas miedo de romper el silencio, no se irá, nunca lo hace, siempre vuelve cuando menos lo esperas e inunda toda la torre de Fâriendel –espetó dulcemente la mujer, que se había girado y ahora observaba a Madeleine, la cual estaba muy sorprendida de su intervención. Se trataba una elfa sin duda, era de porte sereno y cabellos ceniza, más unos ojos almendrados que infundían una gran sabiduría propia de los de su raza, y claro está que, como todos los elfos, sus orejas eran puntiagudas. Sus rasgos eran finamente tallados y delicados, mas su voz era dulce y melódica. Pero a pesar de la longevidad de los seres feéricos a ella ya se le iban notando los años.
-¿Fâriendel? –preguntó la joven sin salir de su asombro.
-Se ve que no eres de por aquí –dijo la anciana con una cálida sonrisa– Fâriendel significa Torre del Pegaso, y es una de las cinco torres de hechicería que existen en Asment. Antes era una de las más pobladas, miles de estudiantes recorrían inquietos y acelerados todos sus pasillos de una clase a otra, compartiendo risas y conversaciones. Todo lo que ves bullía de actividad y alegría, de noticias que iban y venían, de comentarios y cotilleos, de papeles que se caían al chocar dos alumnos obnubilados en sus pensamientos… –los ojos de la elfa se iluminaron por un momento, pero enseguida perdieron su brillo y esbozando una melancólica sonrisa declaró– Pero mira ahora… Las habitaciones bacías, mi compañía es exclusivamente la de los pájaros, lo único que se cae son las hojas de los árboles en vez de las de los apuntes… y la magia del Pegaso que nutrió esta torre en un tiempo, esa magia nos ha abandonado… Todo está mal… Y la torre muere por momentos… –poco a poco había ido bajando la voz hasta convertir sus últimas palabras en tímidos susurros. Y de repente la sala estaba gobernada por el silencio, otra vez, pero en este caso era un silencio más sólido y burdo que el anterior. Madeleine bajó la mirada y no se atrevió a objetar nada. La elfa lo percibió y prosiguió para romper el hielo– Claro que tú, por supuesto, no correrás mi misma suerte y marcharás, esta mañana, camino de tu casa. Todos deben estar muy preocupados por tu ausencia. Y dados los rumores que se oyen por ahí de este bosque no tardarían mucho en darte por muerta. Así que cuanto antes te presentes en casa mejor. Tienes la oportunidad de una vida tranquila y normal, no la desaproveches…
-Pero es que yo quiero quedarme aquí, quiero aprender de tu magia –le suplicó Madeleine.
-¿Y crees que te voy a dejar así por así? –enunció mientras exhalaba una carcajada.
-Por favor…
-No. –Le cortó seriamente– Para empezar no tengo por qué hacerlo, y da gracias a que me has caído bien y no he acabado contigo a la primera de cambio. Y segundo, las cosas ya me van lo suficientemente mal como para derrochar las horas enseñando a alguien que no tiene la más mínima idea de magia, sería perder el tiempo… Así que ¿por qué debería hacerlo?
-Porque no tengo ningún otro lugar al que ir, y de donde vengo no puedo volver con las manos vacías. Porque no tengo ni idea de que pinto yo en este mundo y lo único a lo que puedo aferrarme es a que al menos serviré de algo en mi cometido. Porque estoy perdida y esta torre es mi única esperanza y si me rechazas no sabré que hacer… Te lo suplico –de los ojos de la joven empezaron a manar las lágrimas, que iban resbalando dubitativas por sus mejillas– No entiendo nada… Haré lo que sea, estudiaré por mi cuenta si es que se puede. No te molestaré para nada. Lo juro. Por favor déjeme estudiar el arte magia en su torre… –le suplicó Madeleine, que había caído de rodillas y ahora sollozaba tímidamente en el suelo.
La anciana se quedó reflexionando, sentada de nuevo en su sillón hilado con tiras de madera. Sin duda la joven estaba perdida y desesperada, y seguramente si la expulsaba de su torre ella volvería a intentar entrar en ésta. Y de llegar a durar hasta la próxima luna llena las consecuencias para la muchacha serían nefastas…
-De acuerdo. –Enunció la anciana. Madeleine levantó la mirada, no podía evitar contener su alegría y saltó a los brazos de la elfa sin pensárselo ni un segundo– Estás empezando a hacer que me arrepienta… Debes saber, para tu  información, que aquí tenemos nuestras normas… –espetó mientras apartaba a Madeleine con delicadeza– Uno, no debes molestarme para nada. Te has quedado aquí por tu cuenta y riesgo, por lo que no pretenderás que encima pierda mi valioso tiempo contigo. Estudiarás tú solita el arte de la hechicería, yo tengo cosas más importantes que hacer y los libros que necesitas se hallan en la biblioteca, situada en el ático. No me harás preguntas y actuarás por ti misma. Cuando se accione la campanilla de la cocina, sala del sótano, acudirás allí al instante o tendrás que prepararte tu sola la comida. Verás que todas las habitaciones están numeradas, bien, pues tienes libre acceso a todas las ellas excepto a la número 12, ya que es mi habitación. Si por algún casual causas estropicios debido a tú magia deberás dejarlo todo tal como está, por lo que te recomiendo entrenar a las afueras de la torre. Y lo más importante, no quiero que por ningún casual se te ocurra salir por la noche de la torre mientras brille la luna llena en el cielo. ¿Has entendido todo?
-¡Si señora! –exclamó Madeleine intentado contener su alborozo. Pronto analizó la última frase, que la elfa había articulado con gesto serio, y le preguntó– ¿Por qué no puedo salir a las afueras de la torre cuando la luna llena ilumine el cielo?
-No preguntes. Ese era el trato, yo te doy unas normas y tú las cumples, además de que en esas instrucciones te especifiqué que no me formularás preguntas y actuarás por ti misma. No debes preguntarte las causas de mis instrucciones, solo debes obedecerlas. Confío en ti, pero a la más mínima acabaré contigo de una vez para que no me causes más problemas. Solo eso, y ahora debo dejarte para irme a mi cuarto. Buen día Madeleine, espero que te agrade tu estancia en la torre.
-¿Cómo es que sabes mi nombre? –preguntó la chica con incredulidad.
-Menosprecias mi poder… Y no quiero más preguntas, pensé que lo había dejado claro. –Con un elegante movimiento viró en dirección a su despacho y avanzó con paso ligero hacia él. Antes de entrar miró a Madeleine un segundo y dijo– Por cierto mi nombre es Griadel. –Finalmente penetró en la estancia y cerró la puerta tras de sí, provocando que aquel ruido se expandiese reiterativo por toda la torre.
La elfa se quedó pensativa, dentro de su cuarto, tumbada en su cama. Todavía se preguntaba por qué no había matado a la joven, normalmente lo habría hecho… cualquiera que entrase en la torre podía suponer un peligro para ésta y echar todo su trabajo a perder. Pero aquella muchacha… Sin duda tenía algo especial, porque si no nunca se habría apiadado de ella… Pero, en cambio, aquella joven le había caído en gracia y le tenía una cierta simpatía… Claro, que le habría encantado enseñarle el arte de la hechicería para comprobar su potencial, pero sería perder un valioso tiempo y no estaba en condiciones como para permitirse el arriesgarse tanto. Aunque la verdad… es que sentía curiosidad por ella, pero como dicen “la curiosidad mató al gato”, por lo que no lo apostaría todo a una sola carta… no mientras la torre siguiese enferma…

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