Era una mañana tranquila, era una mañana como la de la calma
que asola el mar después de una noche de tormenta fiera y duradera. Una joven
descansaba sobre su lecho, su respirar inquieto daba a entender las pesadillas
que la perseguían desde la última noche, en la que una sombra la había
intentado dar caza hasta hacerla desfallecer, pero sin duda lo que más pavor le
causaba era aquella macabra sonrisa y aquella mirada, detrás de la cual… detrás
de la cual no había nada, y eso hacía que la joven se estremeciese de terror.
De repente despertó y alzó atenta la cabeza, por un momento creyó que todo
había sido eso, un sueño, y que nada había ocurrido, que estaba en su orfanato,
en su cama, que como cada mañana iría a clase de Sor. Asunción y ésta le
preguntaría la lección del día anterior con una siniestra sonrisa, que todo
sería como antes… Pero la verdad le atravesó el corazón como una espada
incandescente. No estaba en su litera, sino en una sala que era una completa
desconocida para ella. Tenía las paredes adornadas con motivos florales sobre
un fondo blanco roto, un pequeño escritorio marrón claro se situaba frente a su
cama y sobre él descansaban dobladas unas prendas. Madeleine se levantó de un
salto de su cama, la cual era simple pero confortable, y sus ojos se posaron
sobre un amplio ventanal cuyas cortinas escondían tras ellas unos transparentes
cristales, sin dudarlo se abalanzó hacia ella, corrió las cortinas, abrió las
portezuelas de cristal y se asomó al balcón dejando que una ráfaga de viento
acariciara delicadamente su rostro y ondeara al viento su cabellera pelirroja,
inconsciente esbozó una sonrisa y cerró los ojos. Al abrirlos observó el
paisaje, su semblante reflejó sorpresa, ¡se hallaba en la torre! En aquella
torre que era su única salida y que había cumplido perfectamente su misión.
Volvió a alzar la mirada, el paisaje de aquella mañana era mil veces más
hermoso que el de ayer noche, claro que la situación también era distinta.
Quedó un momento obnubilada, sumida en sus pensamientos. Al rato volvió a la
realidad y en un segundo se quitó el camisón que llevaba puesto, vistió las
prendas que habían dejado sobre el escritorio para ella y se cubrió con la capa
que le había regalado Áraon, mientras una cálida oleada recorría su cuerpo de
arriba abajo, lo cual le hizo dibujar en su semblante una amplia sonrisa. Se
dirigió hacia la puerta y la abrió. Sus ojos destellaron de emoción ante la
belleza de la torre por dentro, las paredes estaban edificadas a base de
piedras blancas perfectamente encajadas y esculpidas con numerosos tallados
minuciosos y bellos. En el centro de la torre habitaba un precioso jardín en el
que un sauce llorón se alzaba seguro y hermoso, los alrededores de éste estaban
poblados por infinidad de tulipanes y petunias, más algún que otro arbusto, y
un romero otorgaba al jardín un sutil aroma delicioso. En su centro se situaba
una esbelta figura sentada en una silla, mirando las hojas del árbol caer por
culpa de los pajarillos que revoloteaban alrededor del sauce. Mas unos rosales
recorrían caprichosos la superficie de las columnas que sostenían la torre. Pero
lo más hermoso de todo sin duda era la cúpula de cristal en la cual había
dibujados unos faunos junto a unas ninfas, todos ellos cantando alrededor de
una hoguera que parecía moverse al son de la música silenciosa que estos
entonaban. Sin duda aquel lugar, a pesar de ser desconocido, le inspiraba
seguridad y pureza.
-Puedes acercarte, no tengas miedo de romper el silencio, no
se irá, nunca lo hace, siempre vuelve cuando menos lo esperas e inunda toda la
torre de Fâriendel –espetó dulcemente la mujer, que se había girado y ahora
observaba a Madeleine, la cual estaba muy sorprendida de su intervención. Se
trataba una elfa sin duda, era de porte sereno y cabellos ceniza, más unos ojos
almendrados que infundían una gran sabiduría propia de los de su raza, y claro
está que, como todos los elfos, sus orejas eran puntiagudas. Sus rasgos eran finamente
tallados y delicados, mas su voz era dulce y melódica. Pero a pesar de la
longevidad de los seres feéricos a ella ya se le iban notando los años.
-¿Fâriendel? –preguntó la joven sin salir de su asombro.
-Se ve que no eres de por aquí –dijo la anciana con una
cálida sonrisa– Fâriendel significa Torre del Pegaso, y es una de las cinco
torres de hechicería que existen en Asment. Antes era una de las más pobladas,
miles de estudiantes recorrían inquietos y acelerados todos sus pasillos de una
clase a otra, compartiendo risas y conversaciones. Todo lo que ves bullía de
actividad y alegría, de noticias que iban y venían, de comentarios y cotilleos,
de papeles que se caían al chocar dos alumnos obnubilados en sus pensamientos…
–los ojos de la elfa se iluminaron por un momento, pero enseguida perdieron su
brillo y esbozando una melancólica sonrisa declaró– Pero mira ahora… Las
habitaciones bacías, mi compañía es exclusivamente la de los pájaros, lo único
que se cae son las hojas de los árboles en vez de las de los apuntes… y la
magia del Pegaso que nutrió esta torre en un tiempo, esa magia nos ha
abandonado… Todo está mal… Y la torre muere por momentos… –poco a poco había
ido bajando la voz hasta convertir sus últimas palabras en tímidos susurros. Y
de repente la sala estaba gobernada por el silencio, otra vez, pero en este
caso era un silencio más sólido y burdo que el anterior. Madeleine bajó la
mirada y no se atrevió a objetar nada. La elfa lo percibió y prosiguió para
romper el hielo– Claro que tú, por supuesto, no correrás mi misma suerte y
marcharás, esta mañana, camino de tu casa. Todos deben estar muy preocupados
por tu ausencia. Y dados los rumores que se oyen por ahí de este bosque no
tardarían mucho en darte por muerta. Así que cuanto antes te presentes en casa
mejor. Tienes la oportunidad de una vida tranquila y normal, no la
desaproveches…
-Pero es que yo quiero quedarme aquí, quiero aprender de tu
magia –le suplicó Madeleine.
-¿Y crees que te voy a dejar así por así? –enunció mientras
exhalaba una carcajada.
-Por favor…
-No. –Le cortó seriamente– Para empezar no tengo por qué
hacerlo, y da gracias a que me has caído bien y no he acabado contigo a la
primera de cambio. Y segundo, las cosas ya me van lo suficientemente mal como
para derrochar las horas enseñando a alguien que no tiene la más mínima idea de
magia, sería perder el tiempo… Así que ¿por qué debería hacerlo?
-Porque no tengo ningún otro lugar al que ir, y de donde
vengo no puedo volver con las manos vacías. Porque no tengo ni idea de que pinto
yo en este mundo y lo único a lo que puedo aferrarme es a que al menos serviré
de algo en mi cometido. Porque estoy perdida y esta torre es mi única esperanza
y si me rechazas no sabré que hacer… Te lo suplico –de los ojos de la joven
empezaron a manar las lágrimas, que iban resbalando dubitativas por sus
mejillas– No entiendo nada… Haré lo que sea, estudiaré por mi cuenta si es que
se puede. No te molestaré para nada. Lo juro. Por favor déjeme estudiar el arte
magia en su torre… –le suplicó Madeleine, que había caído de rodillas y ahora
sollozaba tímidamente en el suelo.
La anciana se quedó reflexionando, sentada de nuevo en su
sillón hilado con tiras de madera. Sin duda la joven estaba perdida y
desesperada, y seguramente si la expulsaba de su torre ella volvería a intentar
entrar en ésta. Y de llegar a durar hasta la próxima luna llena las
consecuencias para la muchacha serían nefastas…
-De acuerdo. –Enunció la anciana. Madeleine levantó la
mirada, no podía evitar contener su alegría y saltó a los brazos de la elfa sin
pensárselo ni un segundo– Estás empezando a hacer que me arrepienta… Debes
saber, para tu información, que aquí
tenemos nuestras normas… –espetó mientras apartaba a Madeleine con delicadeza–
Uno, no debes molestarme para nada. Te has quedado aquí por tu cuenta y riesgo,
por lo que no pretenderás que encima pierda mi valioso tiempo contigo.
Estudiarás tú solita el arte de la hechicería, yo tengo cosas más importantes
que hacer y los libros que necesitas se hallan en la biblioteca, situada en el
ático. No me harás preguntas y actuarás por ti misma. Cuando se accione la
campanilla de la cocina, sala del sótano, acudirás allí al instante o tendrás
que prepararte tu sola la comida. Verás que todas las habitaciones están
numeradas, bien, pues tienes libre acceso a todas las ellas excepto a la número
12, ya que es mi habitación. Si por algún casual causas estropicios debido a tú
magia deberás dejarlo todo tal como está, por lo que te recomiendo entrenar a
las afueras de la torre. Y lo más importante, no quiero que por ningún casual
se te ocurra salir por la noche de la torre mientras brille la luna llena en el
cielo. ¿Has entendido todo?
-¡Si señora! –exclamó Madeleine intentado contener su
alborozo. Pronto analizó la última frase, que la elfa había articulado con
gesto serio, y le preguntó– ¿Por qué no puedo salir a las afueras de la torre
cuando la luna llena ilumine el cielo?
-No preguntes. Ese era el trato, yo te doy unas normas y tú
las cumples, además de que en esas instrucciones te especifiqué que no me
formularás preguntas y actuarás por ti misma. No debes preguntarte las causas
de mis instrucciones, solo debes obedecerlas. Confío en ti, pero a la más
mínima acabaré contigo de una vez para que no me causes más problemas. Solo
eso, y ahora debo dejarte para irme a mi cuarto. Buen día Madeleine, espero que
te agrade tu estancia en la torre.
-¿Cómo es que sabes mi nombre? –preguntó la chica con
incredulidad.
-Menosprecias mi poder… Y no quiero más preguntas, pensé que
lo había dejado claro. –Con un elegante movimiento viró en dirección a su
despacho y avanzó con paso ligero hacia él. Antes de entrar miró a Madeleine un
segundo y dijo– Por cierto mi nombre es Griadel. –Finalmente penetró en la
estancia y cerró la puerta tras de sí, provocando que aquel ruido se expandiese
reiterativo por toda la torre.
La elfa se quedó pensativa, dentro de su cuarto, tumbada en
su cama. Todavía se preguntaba por qué no había matado a la joven, normalmente
lo habría hecho… cualquiera que entrase en la torre podía suponer un peligro
para ésta y echar todo su trabajo a perder. Pero aquella muchacha… Sin duda
tenía algo especial, porque si no nunca se habría apiadado de ella… Pero, en
cambio, aquella joven le había caído en gracia y le tenía una cierta simpatía… Claro,
que le habría encantado enseñarle el arte de la hechicería para comprobar su
potencial, pero sería perder un valioso tiempo y no estaba en condiciones como
para permitirse el arriesgarse tanto. Aunque la verdad… es que sentía
curiosidad por ella, pero como dicen “la curiosidad mató al gato”, por lo que
no lo apostaría todo a una sola carta… no mientras la torre siguiese enferma…
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