Al entrar en el bosque un escalofrío recorrió el cuerpo de
la joven como un viento gélido, susurrándole al oído que huyese, que se
escondiese, que escapase, que aquel no era un buen lugar y jamás lo sería.
Madeleine sabía perfectamente que algo no marchaba bien en ese lugar desde que
el sol se había asomado tímido entre las montañas, ya que muchas veces había
paseado con Eryx cerca de aquella arboleda y nunca había experimentado esa
sensación de pánico sordo, que acababa de apoderarse de su cuerpo hace unos
segundos. Pero la muchacha sabía perfectamente que no había vuelta atrás, y
casi prefería adentrarse a la espesura de una ratonera sin salida antes de
tener que regresar a Aranda y volver a enfrentarse a aquello que hería
gravemente su corazón. Así que con firmeza sacudió las riendas y se adentró
definitivamente en la espesura de aquel amenazante bosque.
Pero aquella sensación de terror había decidido acompañarla
durante el viaje y no liberarla de su cárcel de angustia ni durante el más
mísero instante. Por la cabeza de la muchacha una única idea rondaba con el
nombre de la muerte escrito, haciendo que su pánico fuera en aumento. Las manos
le temblaban sudorosas y para intentar alejar aquellas ideas, que gritaban
agónicas en su interior, la joven comenzó a entonar una canción que días atrás
Áraon le había enseñado. Áraon… él era por el único por el que sentía el
haberse tenido que marchar, se había mostrado tan educado con ella… Y
sacudiendo la cabeza para dejar de pensar en aquello comenzó a cantar:
“En el Bosque de la
Golondrina
en una cueva,
escondida,
la ilusión de una
promesa
que anuncia una nueva
era.
Pastorcilla ara el
campo,
pastorcilla siembra
el prado.
Pasea orgullosa
chiquilla,
con tu mantón de
manila. […]”
Así pasó el día, canción tras canción, intentando ignorar
aquello que era evidente. Madeleine pudo percibir para su desilusión que, a
pesar de rebosar de vida, en aquel bosque no se atisbaba ni el más mínimo
rastro de ella, y eso la desconcertaba, provocando a su vez que su angustia
interior aumentase. En aquel momento se habría conformado con ver una minúscula
hormiga reptando costosamente por el tronco de un árbol, pero ni eso.
Llegó la noche, la
luna brillaba blanca entre las ramas de los árboles como un lucero que ilumina
el sendero de los perdidos de su rumbo. El viento gemía agónico entre las hojas
atrapado en una sucesión de ráfagas constantes. La joven quedó hipnotizada por
la luna, era maravillosa y pulcra, pero algo en ella le decía que no era buena
señal que estuviese llena. Y como si de un fantasma se tratase un alarido de
dolor surgió desde los árboles, situados a varios kilómetros, alzándose sobre
el silencio. Aquel llanto de dolor heló la sangre de la joven, que
instantáneamente aceleró el paso. Había oído gritos de aflicción, pero aquel no
expresaba únicamente sufrimiento, sino impotencia y resignación, como cuando
intentas atrapar el agua y apresarla entre las cuencas de tus manos mientras
ves como diminutas cataratas asoman por los recovecos de tus palmas cayendo al
suelo sin poder evitarlo. Pero no le dio tiempo a pensar mucho en aquella idea,
porque seguidamente del anterior otro gemido de agonía resonaba por el bosque y
a continuación uno más, así durante un largo rato hasta que un suspiro lo llenó
todo de una calma casi inquebrantable. Aquel silencio permitió a Madeleine
percibir que algo o alguien la espiaba desde las sombras sin ser visto,
esperando el momento idóneo para atrapar a su presa, y con un grito ahogado
sacudió fuertemente las riendas, apurando al máximo al corcel y señalando a ese
algo que la caza había comenzado. El caballo esquivaba ágil y veloz los
troncos, lo que le hizo ganar tiempo.
Enseguida llegaron a la última hilera de árboles y nada más
cruzarla se les presentó un paisaje distinto. Una torre se alzaba sobre la
explanada situada en frente de la muchacha y el animal. Sus tejados acababan en
punta, amplios ventanales se alzaban sobre sus cabezas seguros y un rosal
trepaba caprichoso por la vieja piedra de la pared. “Es ahí” Pensó aliviada la
joven, y sin disminuir la marcha se acercó galopando a su único refugio a la
muerte.
Al llegar al fortificado portón de la torre, se bajó del
caballo e instantáneamente accionó la aldaba, provocando que el suelo retumbase
ante la fuerza ejercida por el temblor de la puerta. Y miró por último hacia
atrás divisando una sombra borrosa que corría hacia ella con una sonrisa
dibujada en el rostro. El cansancio se apoderó de su cuerpo al instante,
haciendo que Madeleine se desmayara, cayendo al suelo como un árbol seco, sin
emitir ninguna queja ni gemido, cediendo a que sus músculos desconectaran y la
tumbasen sobre la hierba. Lo último que la joven pudo observar con los ojos
entrecerrados fue como una esbelta sombra la recogía entre sus brazos.
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