Aquella mañana una niña cabello de fuego y ojos miel, estaba
sentada al pie de un sauce, convirtiendo sus pesares en tímidos sollozos.
Intentando alejar de su mente aquello que hería gravemente su corazón.
Apretando los sus delicadas manos contra su pecho en señal del desconsuelo que
la perseguía desde aquella tarde de ayer. Intentando retener la ira que bullía
en su interior como un león enjaulado. Acariciando cada suspiro sordo con sus
lágrimas.
-Madeleine… –la muchacha se
sobresaltó y se giró bruscamente esperando ver la silueta de Eryx, que habría
venido a pedirle perdón, pero la verdad le golpeó como una maza en el corazón y
las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. La silueta que ante ella se
alzaba no era otra que Lavinia, la cual la abrazó con ternura y le dijo al oído– No te martirices de esa forma… No es tu culpa, ni la suya.
Sois jóvenes, y el lazo que os une es muy fuerte, tanto, que al romper ese lazo,
intentando separaros, es como si os hubiese quitado una parte de vuestro ser.
–Madeleine se giró bruscamente, no quería que Lavinia la viese llorar. Pero la
anciana no pudo evitar darse cuenta y compadecerse de la pobre muchacha. En un
intento de tranquilizarla la acarició el pelo mientras le explicaba con voz
apaciguadora– Él solo intentaba protegerte… Te quiere mucho más de lo que crees
y no soportaría el hecho de perderte, no quiere repetir un error que le
persigue desde su niñez… –Lavinia enmudeció. Tal vez hubiese hablado demasiado.
Y así era. Esas palabras habían despertado la curiosidad de la joven, en cuyo
semblante se dibujaba una interrogación.
-¿Repetir el qué? –Madeleine no
podía aguantar más, a pesar de notar que Lavinia no parecía querer hablar más
del asunto, pero la curiosidad la estaba matando.
-Nada mi vida… nada… –dijo la
anciana, intentando disfrazar la tristeza de su rostro con una sonrisa.
-Lavinia, ¿qué le ocurrió a Eryx
cuando era pequeño?
-No me corresponde a mí contar esa
historia. Debe ser él el que decida si desvelártela o no, y te aseguro que fue
un golpe muy doloroso… –Lavinia era ya incapaz de esconder su aflicción. Y esta
vez fue Madeleine la que la abrazó intentando consolarla.
-De acuerdo abuelita… –Madeleine
dudó un momento- ¿Puedo llamarte abuelita? Es que Lavinia me suena muy serio.
La anciana no pudo evitar sonreír,
y asintió con la cabeza.
-A mí también me gusta más… –la
anciana pareció volver a la realidad y se levantó de golpe– ¡Casi se me olvida!
Ya está todo preparado, has de marcharte cuanto antes.
-Vale –Madeleine se puso en pie de
un salto, se secó con una manga las lágrimas y esbozó una sonrisa– ¿Se nota
mucho que he llorado? No querría preocupar a nadie.
-Perfecta.
Cuando Madeleine llegó al lugar de
su despedida, ante ella se situaban dos siluetas que conocía muy bien. Pero
ella necesitaba a la tercera silueta, a Eryx. “Se habrá retrasado, es muy
despistado” intentó consolarse.
-¡Aquí viene nuestra heroína!
–gritó Áraon a pleno pulmón mientras esbozaba una sonrisa de oreja a oreja.
-Creo que todavía no merezco esa
atribución… Total solo he sido un incordio. –Madeleine no pudo evitar
enrojecer.
-Claro que no, te mereces eso y
mucho más mi preciosa niña. –replicó Adan– Áraon siempre se queda corto de
palabras. Pero tranquila, algún día madurará.
-¡No soy tan pequeño!
-Tienes 13 años. Todavía eres un
renacuajo. –dijo riéndose el loro.
-Condenado loro. Te voy a...
-Nuca cambiaréis –replicó Lavinia
con un deje de desesperación. Madeleine se había quedado reflexionando, nunca
se había preguntado la edad de Áraon… El muchacho aparentaba tener entre 16 y 17
años, por lo que el dato del loro la había desconcertado.
-Madeleine… –aquella palabra la
hizo volver a la realidad– ¿Qué ronda por tu cabeza mi preciosa criatura?
-Nada… Estaba asimilando todo lo
hecho y por hacer.
-Tranquila… Hagas lo que hagas,
será lo correcto. –la tranquilizó Lavinia.
-Gracias…
-No nos podemos entretener más…
–dijo con tristeza la anciana– Ya es hora de que marches hacia la espesura del
Bosque de las Sombras…
Lavinia agarró las riendas de un
caballo que, hasta ahora, había pasado desapercibido por Madeleine. Era un
caballo del cual emanaba majestuosidad y pureza. Tenía el pelaje blanco como
una noche de luna llena, las crines resbalaban caprichosas por su cuerpo como
cataratas de polvo de estrellas y en sus negros ojos se reflejaba el
firmamento. Madeleine se quedo paralizada ante la belleza de aquel animal e
involuntariamente sus yemas rozaron su testuz resbalando hasta llegar al cuello
del corcel, que ante ella se alzaba orgulloso, mientras un escalofrío recorrió
su cuerpo hasta la punta de los pies.
-Es perfecto… –susurró Madeleine,
sin dejar de apartar sus ojos de aquella maravillosa criatura.
-Es tuyo. Ponle un nombre. –espetó
sonriendo Lavinia.
-¡¡Gracias abuelita!! Lo llamaré
Capitán. Es orgulloso y majestuoso, e infunde respeto, como el capitán de un
barco.
-Yo también te he traído un
regalo… –dijo en un susurro Áraon– Pero después de ver el de Lavinia me da
vergüenza… –el joven no pudo evitar sonrojarse, y para disimularlo agachó la
cabeza, lo cual le delató aún más.
-No pasa nada… ¡Seguro que me hace
mucha ilusión! –enunció la joven mientras le dedicaba una cálida sonrisa– ¡Rápido que me voy a morir de la intriga!
-Vale… –declaró el muchacho
tendiéndole una hermosa bolsa de seda blanca en cuyo interior se hallaba el
regalo.
Madeleine lo abrió con tanta
impaciencia que casi rasga la bolsa de lado a lado. Una vez en sus manos lo que
tanto la había intrigado durante esos segundos, sonrió y lo extendió. Era una
capa larga, negra como el azabache y reluciente como el charol, con dos
bolsillos interiores ocultos. En ella estaban bordados con sumo cuidado
diversos planetas y estrellas de una hermosura inigualable, tan reales a la
vista, que casi parecían moverse. Era hermosa y Madeleine no pudo evitar saltar
a los brazos del muchacho dedicándole su sonrisa más bella, pero aquel salto
fue tan repentino que los tiró a los dos al suelo. Madeleine se levantó
avergonzada, intentando disimular su esporádica alegría, pero el brillo de sus
ojos la delataba.
-¡¡¡Gracias, gracias, gracias!!!
-No es para tanto –susurró el
muchacho un tanto sonrojado.
-¡Qué va! Es hermosa, fantástica,
maravillosa, preciosa –los ojos se le abrían tanto que parecían amenazar con
salirse de sus órbitas– Te habrá costado mucho dinero… No hacían falta tantas
molestias…
-Tranquila, no me ha costado
dinero. Es más, la he hecho yo –explicó el muchacho con orgullo– Ha sido mi
único entretenimiento mientras me iba curando…
-Pero no tendrías porque estar
recuperándote si no fuera por mi escepticismo… –Madeleine no pudo evitar
agachar la cabeza en símbolo de culpabilidad.
-Madeleine –el joven la levanto la
cabeza con una mano y le clavó la mirada– No fue culpa tuya. Y si lo fuera,
habría merecido la pena tan solo por verte sonreír.
Madeleine se ruborizó un poco ante
la respuesta tan enternecedora de Áraon.
-Madeleine… No podemos
entretenernos más o el tiempo se nos echará encima –espetó la anciana
acercándole a Capitán.
-Cuídate –le susurró Áraon al
oído, mientras la dedicaba un abrazo de despedida.
-Lo haré –respondió en otro
susurró la muchacha. El joven parecía más… ¿cómo explicarlo?... humano. Pero
enseguida desechó aquella idea de su cabeza, procurando disfrutar del abrazo
que éste le estaba regalando.
Se separó con delicadeza del
muchacho, de un salto subió al corcel y con firmeza agarró las riendas, nunca
antes había montado a caballo en el orfanato, pero Eryx la había enseñado
durante su estancia en Aranda. Eryx… No la había ido a despedir… Madeleine
cerró los ojos con fuerza evitando derramar la más mísera lágrima por aquel que
la había traicionado y se prometió a sí misma no volver a dejar su corazón en
las manos de otra persona. Le había prometido permanecer a su lado por siempre
jamás, pero justo cuando más le necesitaba él se había ido. Sacudió la cabeza
para alejar aquella idea de su mente, agitó con brusquedad las riendas del
caballo y salió galopando hacia la amenazante espesura del bosque. Algo se
había roto en su interior aquella mañana, algo que quizá no volviese a
recuperar, jamás.
Mientras, un joven de cabello
hilado con azabache y ojos azules como el cielo una noche de luna nueva
observaba, desde su cuarto, sentado en un sillón de terciopelo rojo, el arce
que se alzaba ante él imponente y glorioso. Pero su mente estaba muy lejos de
allí, su mente se situaba junto a la joven de hermosa sonrisa que había
conocido hace un mes. Madeleine. Solo pensar el ella le producía una agradable
sensación de felicidad. Pero ahora, el hecho de recordarla resultaba
horrorosamente doloroso, y cada vez que pensaba en ella y su peculiar forma de
retorcerse las manos cuando estaba nerviosa, se rompía algo en su interior. Madeleine…
Él solo había intentado protegerla de lo que era una muerte segura, había
jurado estar con ella pasara lo que pasase, y ella le había gritado a la cara
que era un egoísta, que solo pensaba en él y en nadie más. Aquellas palabras no
paraban de resonar en la mente del muchacho, la manera en la que Madeleine le
había respondido había sido como si le clavasen mil lanzas de traicionero dolor
en el corazón. Eryx cerró los ojos evitando llorar, evitando recordar. Aquella
muchacha le había concedido los días más hermosos de su vida, y él a cambio le
había ofrecido algo más valioso, algo que la joven le había arrancado y destrozado
sin el más mínimo reparo. Él le había ofrecido su amor. Querría, ahora, haber acudido
a su encuentro, haberla abrazado, haberla dicho que todo estaba olvidado, que
daba igual y no volvería a separarse de ella porque él… la necesitaba, la
necesitaba con todo su ser y no podía separarse de ella. Pero su orgullo se lo
impedía, y se quedó allí sentado, en su sillón de terciopelo, escuchando como
los cascos de un caballo se alejaban. Produciendo, con cada encuentro de la
herradura y el suelo, un daño incurable en su alma. Mientras sentía como una
parte de su ser se iba muy lejos de allí, galopando hacia un viaje, tal vez sin
retorno.