viernes, 28 de marzo de 2014

CAPÍTULO 9º

Al entrar en el bosque un escalofrío recorrió el cuerpo de la joven como un viento gélido, susurrándole al oído que huyese, que se escondiese, que escapase, que aquel no era un buen lugar y jamás lo sería. Madeleine sabía perfectamente que algo no marchaba bien en ese lugar desde que el sol se había asomado tímido entre las montañas, ya que muchas veces había paseado con Eryx cerca de aquella arboleda y nunca había experimentado esa sensación de pánico sordo, que acababa de apoderarse de su cuerpo hace unos segundos. Pero la muchacha sabía perfectamente que no había vuelta atrás, y casi prefería adentrarse a la espesura de una ratonera sin salida antes de tener que regresar a Aranda y volver a enfrentarse a aquello que hería gravemente su corazón. Así que con firmeza sacudió las riendas y se adentró definitivamente en la espesura de aquel amenazante bosque.
Pero aquella sensación de terror había decidido acompañarla durante el viaje y no liberarla de su cárcel de angustia ni durante el más mísero instante. Por la cabeza de la muchacha una única idea rondaba con el nombre de la muerte escrito, haciendo que su pánico fuera en aumento. Las manos le temblaban sudorosas y para intentar alejar aquellas ideas, que gritaban agónicas en su interior, la joven comenzó a entonar una canción que días atrás Áraon le había enseñado. Áraon… él era por el único por el que sentía el haberse tenido que marchar, se había mostrado tan educado con ella… Y sacudiendo la cabeza para dejar de pensar en aquello comenzó a cantar:
“En el Bosque de la Golondrina
en una cueva, escondida,
la ilusión de una promesa
que anuncia una nueva era.

Pastorcilla ara el campo,
pastorcilla siembra el prado.
Pasea orgullosa chiquilla,
con tu mantón de manila. […]”

Así pasó el día, canción tras canción, intentando ignorar aquello que era evidente. Madeleine pudo percibir para su desilusión que, a pesar de rebosar de vida, en aquel bosque no se atisbaba ni el más mínimo rastro de ella, y eso la desconcertaba, provocando a su vez que su angustia interior aumentase. En aquel momento se habría conformado con ver una minúscula hormiga reptando costosamente por el tronco de un árbol, pero ni eso.
 Llegó la noche, la luna brillaba blanca entre las ramas de los árboles como un lucero que ilumina el sendero de los perdidos de su rumbo. El viento gemía agónico entre las hojas atrapado en una sucesión de ráfagas constantes. La joven quedó hipnotizada por la luna, era maravillosa y pulcra, pero algo en ella le decía que no era buena señal que estuviese llena. Y como si de un fantasma se tratase un alarido de dolor surgió desde los árboles, situados a varios kilómetros, alzándose sobre el silencio. Aquel llanto de dolor heló la sangre de la joven, que instantáneamente aceleró el paso. Había oído gritos de aflicción, pero aquel no expresaba únicamente sufrimiento, sino impotencia y resignación, como cuando intentas atrapar el agua y apresarla entre las cuencas de tus manos mientras ves como diminutas cataratas asoman por los recovecos de tus palmas cayendo al suelo sin poder evitarlo. Pero no le dio tiempo a pensar mucho en aquella idea, porque seguidamente del anterior otro gemido de agonía resonaba por el bosque y a continuación uno más, así durante un largo rato hasta que un suspiro lo llenó todo de una calma casi inquebrantable. Aquel silencio permitió a Madeleine percibir que algo o alguien la espiaba desde las sombras sin ser visto, esperando el momento idóneo para atrapar a su presa, y con un grito ahogado sacudió fuertemente las riendas, apurando al máximo al corcel y señalando a ese algo que la caza había comenzado. El caballo esquivaba ágil y veloz los troncos, lo que le hizo ganar tiempo.
Enseguida llegaron a la última hilera de árboles y nada más cruzarla se les presentó un paisaje distinto. Una torre se alzaba sobre la explanada situada en frente de la muchacha y el animal. Sus tejados acababan en punta, amplios ventanales se alzaban sobre sus cabezas seguros y un rosal trepaba caprichoso por la vieja piedra de la pared. “Es ahí” Pensó aliviada la joven, y sin disminuir la marcha se acercó galopando a su único refugio a la muerte.
Al llegar al fortificado portón de la torre, se bajó del caballo e instantáneamente accionó la aldaba, provocando que el suelo retumbase ante la fuerza ejercida por el temblor de la puerta. Y miró por último hacia atrás divisando una sombra borrosa que corría hacia ella con una sonrisa dibujada en el rostro. El cansancio se apoderó de su cuerpo al instante, haciendo que Madeleine se desmayara, cayendo al suelo como un árbol seco, sin emitir ninguna queja ni gemido, cediendo a que sus músculos desconectaran y la tumbasen sobre la hierba. Lo último que la joven pudo observar con los ojos entrecerrados fue como una esbelta sombra la recogía entre sus brazos.

viernes, 21 de marzo de 2014

CAPÍTULO 8º

La fusta no cesaba de golpear el lomo de aquel animal asfixiado. Desgastado por los años, con la mirada perdida, el pelaje polvoriento y una humedad que se introducía hasta las entrañas como un dolor helado, el animal recorría sus últimos pasos hacia un bosque del que, desde hace años, nadie había salido vivo, y los que habían conseguido eludir a la muerte habían perdido el juicio. Pero aquel corcel no parecía preocupado más que por reducir la marcha, pero sus ideas eran contrapuestas a las de su jinete, que sacudía las riendas a cada segundo que pasaba. Aquel hombre tenía la mirada impasible, ignoraba todo aquello que le rodeaba, la tormenta, el barro y los rayos, le eran indiferentes y toda su atención se concentraba en la fina línea del horizonte, a través de la cual se comenzaba a divisar, tímida pero amenazante, una arboleda espesa. Su capa azul marina ondeaba libre al viento, a diferencia de su dueño, preso de una promesa que le costaría la vida. Los gemidos jadeantes del animal eran cada vez más fuertes y su amo sabía perfectamente que no aguantaría muchos metros más, pero ajeno a las silenciosas súplicas de la criatura no dejaba sino de acelerar la marcha.
Llegaron por fin a la entrada del bosque, que se alzaba amenazante sobre sus cabezas. Asterd vaciló un segundo, pero continuadamente sacudió con decisión las riendas del animal, que indeciso se adentró en la espesura del arbolado con la cabeza gacha, ya que se dice que los animales poseen un sentido interior que les permite oler el peligro que está por llegar. Y así era, porque ambos, jinete y caballo, estaban recorriendo un camino del que jamás regresarían, al menos con vida. El corcel era consciente, pero el jinete, ingenuo a la realidad, intentaba alcanzar una quimera imposible a costa de su vida, y así sería. Porque con cada encuentro de la fusta y el lomo del caballo, se acercaba más al momento de su hora.
Legó por fin, el hombre, al frente del roble centenario y un escalofrío recorrió todo su cuerpo como una descarga de pánico mortífero. Sin duda aquel árbol era imponente y antiguo, pero había algo extraño en él. El viento caprichoso y valiente gimió entre sus ramas susurrando aquello que el hombre intentaba averiguar, aquel secreto que envolvía interrogante al viejo árbol. Estaba muerto o, por lo menos, no estaba vivo del todo. Aquel no podía ser un buen lugar y sin dudarlo se dio media vuelta, pero su sorpresa fue, que frente a él se situaba una figura vestida de negro, cuyo rostro quedaba oculto por la capucha de su toga.
-¿Tan pronto te marchas? –un terror frío recorrió junto a aquellas palabras el interior de Asterd– Ni siquiera has entrado a saludar. Perdona que te diga, pero tienes una educación pésima y a mí no me gustan los maleducados. Así que si no te importa, acabaré en un segundo contigo y proseguiré con mi trabajo, que aún queda mucho por hacer.
Asterd se quedó helado. No sabía qué hacer, ¿cómo tenía que reaccionar? ¿Debería correr? No, demasiado arriesgado, aquella silueta era un varón de, a decir verdad, unos diecinueve años de edad y no tardaría en alcanzarle, pero por otra parte si se quedaba quieto le mataría. Entonces vinieron a su cabeza las palabras que le había mencionado Rubí “Di que vas de parte de la Emperatriz Rubí. Un hombre cuyo aspecto desconozco te recibirá y tú debes entregarle esta carta.” Y sin dudarlo gritó, para que se le pudiese oír entre el ruido de la tormenta:
-Vengo de parte de la Emperatriz Rubí.
-¿De verdad? ¿Y qué quiere? –Asterd pudo percibir, a pesar de que el rostro de aquel joven permaneciese oculto, que en su semblante se reflejaba la curiosidad, la duda y la precaución.
-Quiere que te dé esta carta. –Le explicó mientras le tendía un sobre negro– He recorrido muchos kilómetros para llegar hasta ti, por lo que espero que no me mates a la primera de cambio.
-Claro que no. Pasa adentro, debes estar muerto de hambre. –Le espetó el joven mientras la corteza del roble se abría dejando entrever, en su interior, una luz de la que emanaba un calor reconfortante. Atraído por el fuego, Asterd, no dudó ni un segundo y entró en aquella jaula sin salida.
 Era una estancia hermosa, repleta de diversos muebles de madera y estantes con numerosos libros. A pesar de ser una única habitación, se podían distinguir tres partes notablemente diferenciadas. Una constituía el salón que ejercía, también, el oficio de comedor, y constaba de un sofá cubierto de sedas de diversos colores, una pequeña mesa de madera, en cuya superficie se situaba un cristal impecable, y a ambos lados de ésta se encontraban dos taburetes, cada uno con un mullido cojín encima. Otra parte se trataba de la cocina, compuesta por varias mesitas de madera sobre las que se encontraban desparramados una gran cantidad de utensilios, mientras que la parte central estaba ocupada por un pequeño horno de fuego y un arcón robusto. Por último estaba la habitación, complementada por una enorme cama con diversos cojines de diferentes tamaños, a un lado de la cama había un escritorio de madera muy práctico, sobre el cual había ordenados plumas, frascos de tinta y papeles, a la derecha del todo se situaba una estantería repleta de libros de distintos tipos y a su izquierda un enorme armario de madera tallada con motivos florales. Era una sala tan bella que resultaba difícil de creer la idea de que perteneciese a un asesino.
-Acomódate, te serviré un poco de comida.
-Muchas gracias –enseguida el joven le sirvió unos alimentos, que Asterd no tuvo tiempo de reconocer de lo rápido que los engulló.
-Se ve que tenías hambre. –Dijo con una carcajada solemne el muchacho– Y ahora voy a leer la carta que ha redactado para mí, mi querida amiga la Emperatriz –Y con un ágil movimiento de dedos abrió el sobre y vació su interior, comenzando instantáneamente a leer la carta.

Querido Kimert:
                Espero que esta carta haya llegado a tus manos lo antes posible e intacta. La importante noticia que le quiero comunicar requiere de una máxima delicadeza en su resolución. Me temo, por contactos que me han alertado, que se ha introducido en tus dominios una joven llamada Madeleine, tiene el cabello rojo fuego y cabalga a lomos de un corcel blanco. Seguramente te preguntes que hay de malo en que una chiquilla de escasa edad se cuele en tu bosque, fácil querido compañero, esa chiquilla no es otra que la mismísima “salvadora” de Morill y si ahora no es peligrosa, da igual, en su interior hay más de lo que crees, por lo que cuanto antes acabes con ella mucho mejor. Y no quiero que por ningún casual, se te escape, o las consecuencias serán nefastas. Y respecto al hombre que te ha entregado la carta, es un traidor. Ha colaborado con los renegados por lo que quiero que te encargues de él, cuando te venga bien por supuesto.
Atentamente Rubí
P.D.: Recuerda, si yo me caigo con todo el equipo, tú te vienes conmigo a la tumba. ¿Entendido? Solo eso, ya no te hago perder más tiempo.

El hombre se estiró levemente, de un salto se levantó del sofá y dibujó lentamente una macabra sonrisa en su rostro.
-Puedes salir –dijo el joven señalando la apertura por la que minutos antes habían entrado– Si por mí fuese te mataría. Pero tengo mucha prisa, por lo que dejaré que el bosque se encargue de ti. Y te aseguro que te arrepentirás de no haberme suplicado que te mate, porque el dolor que va a recorrer tu cuerpo esta noche será infernal e inhumano –declaró exhalando una carcajada que hizo retumbar el suelo– Y si por casualidad se te ha ocurrido la brillante idea de escapar a lomos de tu viejo corcel, quiero que sepas que de él ya me he encargado –le espetó señalando un cuerpo sin vida situado en el exterior del árbol.
Asterd reprimió un grito de horror y sin rechistar atravesó la puerta, con la cabeza baja. Pero cuando quiso girarse para divisar por última vez a su asesino, él ya no estaba y tampoco el roble lo acompañaba. Suspiró profundamente, le habían engañado como a un necio y esta noche pagaría caro su error. Cerró los ojos y acarició con delicadeza las crines del corcel.
-Perdóname… –le susurró con desolación al oído mientras se dejaba caer sobre su lomo, para esperar así la hora de su muerte.

lunes, 10 de marzo de 2014

CAPÍTULO 7º

Mientras, en una sala reinaba el silencio. No era un silencio común, no era un silencio casual. Era un silencio forzado, incómodo, burdo. Provocaba sentir, el peso que las paredes ejercían sobre el suelo; la hoja que cae del árbol mecida por el viento veleidoso; el inexistente piar de los pájaros hechizados, que anuncian una primavera que jamás volverá; los últimos suspiros de niños viejos, que todo lo concluyen; el constante e inquieto respirar de mil almas atrapadas en un pánico silencioso. Esperando pesarosamente, la muerte de uno de ellos, sin saber todavía su causa. Simplemente, aguardando la verdad.
-¡¿Quién fue?! –bramó una voz alzándose victoriosa sobre el silencio. Mientras se paseaba lentamente entre la multitud, que le iba abriendo paso temerosamente. Era una joven de unos aproximados veinte años de edad, de porte erguido, pero de mirada impasible, tanto que infundía un terror frío, un terror seco. El pelo resbalaba por sus hombros como hilos de azabache, a la vez que sus ojos grises recorrían alerta cada rincón de la sala, inspeccionando al detalle cada rostro, hasta frenarse en seco enfrente de un hombre de mediana edad. – Tú… ¿Has congeniado a caso con los renegados, Asterd? –le preguntó con voz serena– ¿Les has brindado tu ayuda por algún motivo concreto?
-No señora… digo, Emperatriz.
-¡¡¡EMBUSTERO!!! –le cortó con un grito desgarrador la Emperatriz a la vez que le propinaba una bofetada– Además de traidor, mentiroso… Sabes perfectamente que la ley castiga a aquellos que me traicionan con la muerte, ¿no?
-¡Compréndalo! Me ofrecían dinero ¡Tengo una familia que alimentar! –el hombre no pudo contenerlo más. Estaba desesperado, la agonía, que en su interior afloraba, era cada vez más grande. Y solo de pensar en sus hijos se le caía el mundo encima. ¿Cómo recibirían ellos la noticia de su padre asesinado por traición? Cada vez que los visualizaba allí, sentados sobre la alfombra, jugando como siempre solían hacer. Eran niños… ¿Qué culpa tendrían ellos de una guerra que no habían provocado? Solo el pensarlo avivó en su interior un dolor inmenso, y sin dudarlo gritó – ¡¡¡No tuve más remedio!!! Solo les pasé un poco de…
-¡YA BASTA! Yo, Reina y Emperatriz Rubí de Morill y próximamente de Asment… –enunció lentamente, mientras dibujaba una sonrisa en su rostro– Te condeno a muerte a ti y a tu familia.
-¡¡¡ABAJO LA SANGRE PÉRFIDA!!! ¡¡¡VIVAN MALVA Y WARL ETERNAMENTE!!! –el hombre no pudo aguantar más. Estas palabras revolucionaron a la multitud, de la cual no dejaban de emanar frases, algunas de ellas como: “¡TRAIDORA!” “¡ASESINA!” “¡USURPADORA!”
-¡¡¡SILENCIO!!! –bufó colérica la Emperatriz Rubí, lo cual hizo enmudecer a todas las almas allí presentes– ¡¡¡Apresadle!!! Pero no le matéis. Quiero ser yo misma la que se encargue de este delicado asunto…
Pronto se acercó alzándose sobre sus cabezas un cuervo, negro como la pez y majestuoso como un águila, hasta llegarse a posar en el hombro de la Emperatriz, a la cual le susurró unas palabras al oído, quedándose ésta pensativa. Por fin se levantó del asiento, sobre el que se había acomodado hace unos segundos, e hizo una seña para que soltaran al hombre, que todavía forcejeaba inútilmente, intentando librarse de los guardias.
-Asterd –dijo pausadamente la Emperatriz, con un deje de desprecio en su voz– ¿Estarías dispuesto a salvarte a ti y a tu mujer e hijos, a cambio de hacerme un favor?
-Sí –respondió éste inmediatamente. Cualquiera que hubiese sido mínimamente observador, habría percibido que el tono con el que habían sido pronunciadas aquellas palabras escondía algún misterio, alguna trampa, que eran veneno puro. Pero Asterd no tenía más opciones y su caso no era el más indicado para pararse a pensar y negociar una propuesta como aquella– Dime que he de hacer y lo haré –sentenció.
-Veo que ya nos vamos entendiendo… –declaró con una sonrisa la Emperatriz.
-¿Cuál es mi cometido, señora? –preguntó Asterd muy serio. No le hacía mucha gracia el tener que ayudar a la Emperatriz, pero no podía dejar que hiciesen daño a su familia.
-Acompáñame –le ordenó la Emperatriz bruscamente. Ésta le guió entre los laberínticos pasillos del castillo hasta llegar a una sala vacía, la sala del trono, donde prosiguió la conversación– Bien, Asterd. Has de cabalgar cuán rápido viaja el viento hasta el Bosque de las Sombras. Una vez allí busca un roble centenario, golpea con una mano su corteza y di que vas de parte de la Emperatriz Rubí. Un hombre cuyo aspecto desconozco te recibirá y tú debes entregarle esta carta. Es de suma importancia que este mensaje llegue a sus manos lo antes posible. ¿Lo has entendido? –simultáneamente le entregó un sobre de color negro, ligero como una pluma.
-Sí, Emperatriz –afirmó éste con formalidad mientras se dirigía hacia la puerta, para realizar su entrega lo antes posible y poder así volver con su familia sano y salvo.
-Espera –le imperó Rubí– Gírate.
-¿Qué quiere su majestad? –respondió este, dándose de inmediato la vuelta.
-Solo te aclaro, que si por algún casual se te ocurre no entregar esta carta o dársela a los renegados, le cortaré la cabeza a cada miembro de tu familia. Por lo que su vida depende de ti. Si es el caso de que te asesinan por el camino, no me hago responsable y seguirá siendo tu familia la perjudicada, ya que la regla es que la carta debe llegar a su destino, ocurra lo que ocurra, o si no… ya sabes. Y ahora vete.
-Por supuesto su excelencia –dijo entre dientes Asterd, mientras desaparecía por la puerta.
La emperatriz no pudo evitar exhalar una carcajada, la cual retumbó por toda la sala como un desgarrador ruido reiterativo, que hizo estremecerse a las paredes. Se recostó sobre el trono y se quedó mirando hacia uno de los ventanales ricamente ornamentado con vidrieras de numerosos colores.
-Ya puedes salir Kiel –dijo esbozando una amplia sonrisa– Soy consciente de tu presencia desde que has cruzado la entrada.
-¿Por qué? –dijo el cuervo mientras se posaba en uno de los brazos del trono, con suavidad.
-¿Que por qué le he prometido no arrebatarle la vida a cambio de realizar esa entrega? Simple mi querido cuervo. Porque he adquirido un mensajero que depositará el máximo cuidado en realizar este cometido sin errores, ya que su vida y la de los suyos depende de ello. Porque le espera un destino peor y porque jamás debes fiarte de la promesa que te brinde de alguien como yo.
-Comprendo… –respondió con un brillo de crueldad en los ojos, el cuervo.
-Además, la trampa que le he tendido es perfecta para que los habitantes de este reino me teman, y por lo tanto, me respeten y no se atrevan a sublevarse. Ya que sabrán que soy una mujer de palabra. Por cierto Kiel, ordena a los guardias de que vigilen a la familia de ese hombre. Dudo mucho que vuelva… –le espetó la emperatriz con una sonrisa siniestra.
-Como usted mande –respondió el cuervo con una reverencia, mientras se dirigía hacia la puerta.
-Un momento Kiel –ordenó la Emperatriz y esperó a éste se girara, para proseguir– Hoy has hecho un gran trabajo… como recompensa te cuadruplicaré la paga y podrás tomarte dos días libres –hizo una pequeña pausa y continuó–. Ya puedes marchar… y… gracias. –Esa palabra le sonaba rara, no la había pronunciado desde hace mucho tiempo, y la sensación que le produjo fue extraña, no sabría si agradable o amarga, simplemente… diferente. Lo cierto es que Kiel la acogió con mucha alegría y salió por la puerta intentando contener su alborozo.

domingo, 2 de marzo de 2014

CAPÍTULO 6º

Aquella mañana una niña cabello de fuego y ojos miel, estaba sentada al pie de un sauce, convirtiendo sus pesares en tímidos sollozos. Intentando alejar de su mente aquello que hería gravemente su corazón. Apretando los sus delicadas manos contra su pecho en señal del desconsuelo que la perseguía desde aquella tarde de ayer. Intentando retener la ira que bullía en su interior como un león enjaulado. Acariciando cada suspiro sordo con sus lágrimas.
-Madeleine…  la muchacha se sobresaltó y se giró bruscamente esperando ver la silueta de Eryx, que habría venido a pedirle perdón, pero la verdad le golpeó como una maza en el corazón y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. La silueta que ante ella se alzaba no era otra que Lavinia, la cual la abrazó con ternura y le dijo al oído– No te martirices de esa forma… No es tu culpa, ni la suya. Sois jóvenes, y el lazo que os une es muy fuerte, tanto, que al romper ese lazo, intentando separaros, es como si os hubiese quitado una parte de vuestro ser. –Madeleine se giró bruscamente, no quería que Lavinia la viese llorar. Pero la anciana no pudo evitar darse cuenta y compadecerse de la pobre muchacha. En un intento de tranquilizarla la acarició el pelo mientras le explicaba con voz apaciguadora– Él solo intentaba protegerte… Te quiere mucho más de lo que crees y no soportaría el hecho de perderte, no quiere repetir un error que le persigue desde su niñez… –Lavinia enmudeció. Tal vez hubiese hablado demasiado. Y así era. Esas palabras habían despertado la curiosidad de la joven, en cuyo semblante se dibujaba una interrogación.
-¿Repetir el qué? –Madeleine no podía aguantar más, a pesar de notar que Lavinia no parecía querer hablar más del asunto, pero la curiosidad la estaba matando.
-Nada mi vida… nada… –dijo la anciana, intentando disfrazar la tristeza de su rostro con una sonrisa.
-Lavinia, ¿qué le ocurrió a Eryx cuando era pequeño?
-No me corresponde a mí contar esa historia. Debe ser él el que decida si desvelártela o no, y te aseguro que fue un golpe muy doloroso… –Lavinia era ya incapaz de esconder su aflicción. Y esta vez fue Madeleine la que la abrazó intentando consolarla.
-De acuerdo abuelita… –Madeleine dudó un momento- ¿Puedo llamarte abuelita? Es que Lavinia me suena muy serio.
La anciana no pudo evitar sonreír, y asintió con la cabeza.
-A mí también me gusta más… –la anciana pareció volver a la realidad y se levantó de golpe– ¡Casi se me olvida! Ya está todo preparado, has de marcharte cuanto antes.
-Vale –Madeleine se puso en pie de un salto, se secó con una manga las lágrimas y esbozó una sonrisa– ¿Se nota mucho que he llorado? No querría preocupar a nadie.
-Perfecta.
Cuando Madeleine llegó al lugar de su despedida, ante ella se situaban dos siluetas que conocía muy bien. Pero ella necesitaba a la tercera silueta, a Eryx. “Se habrá retrasado, es muy despistado” intentó consolarse.
-¡Aquí viene nuestra heroína! –gritó Áraon a pleno pulmón mientras esbozaba una sonrisa de oreja a oreja.
-Creo que todavía no merezco esa atribución… Total solo he sido un incordio. –Madeleine no pudo evitar enrojecer.
-Claro que no, te mereces eso y mucho más mi preciosa niña. –replicó Adan– Áraon siempre se queda corto de palabras. Pero tranquila, algún día madurará.
-¡No soy tan pequeño!
-Tienes 13 años. Todavía eres un renacuajo. –dijo riéndose el loro.
-Condenado loro. Te voy a...
-Nuca cambiaréis –replicó Lavinia con un deje de desesperación. Madeleine se había quedado reflexionando, nunca se había preguntado la edad de Áraon… El muchacho aparentaba tener entre 16 y 17 años, por lo que el dato del loro la había desconcertado.
-Madeleine… –aquella palabra la hizo volver a la realidad– ¿Qué ronda por tu cabeza mi preciosa criatura?
-Nada… Estaba asimilando todo lo hecho y por hacer.
-Tranquila… Hagas lo que hagas, será lo correcto. –la tranquilizó Lavinia.
-Gracias…
-No nos podemos entretener más… –dijo con tristeza la anciana– Ya es hora de que marches hacia la espesura del Bosque de las Sombras…
Lavinia agarró las riendas de un caballo que, hasta ahora, había pasado desapercibido por Madeleine. Era un caballo del cual emanaba majestuosidad y pureza. Tenía el pelaje blanco como una noche de luna llena, las crines resbalaban caprichosas por su cuerpo como cataratas de polvo de estrellas y en sus negros ojos se reflejaba el firmamento. Madeleine se quedo paralizada ante la belleza de aquel animal e involuntariamente sus yemas rozaron su testuz resbalando hasta llegar al cuello del corcel, que ante ella se alzaba orgulloso, mientras un escalofrío recorrió su cuerpo hasta la punta de los pies.
-Es perfecto… –susurró Madeleine, sin dejar de apartar sus ojos de aquella maravillosa criatura.
-Es tuyo. Ponle un nombre. –espetó sonriendo Lavinia.
-¡¡Gracias abuelita!! Lo llamaré Capitán. Es orgulloso y majestuoso, e infunde respeto, como el capitán de un barco.
-Yo también te he traído un regalo… –dijo en un susurro Áraon– Pero después de ver el de Lavinia me da vergüenza… –el joven no pudo evitar sonrojarse, y para disimularlo agachó la cabeza, lo cual le delató aún más.
-No pasa nada… ¡Seguro que me hace mucha ilusión! –enunció la joven mientras le dedicaba una cálida sonrisa ¡Rápido que me voy a morir de la intriga!
-Vale… declaró el muchacho tendiéndole una hermosa bolsa de seda blanca en cuyo interior se hallaba el regalo.
Madeleine lo abrió con tanta impaciencia que casi rasga la bolsa de lado a lado. Una vez en sus manos lo que tanto la había intrigado durante esos segundos, sonrió y lo extendió. Era una capa larga, negra como el azabache y reluciente como el charol, con dos bolsillos interiores ocultos. En ella estaban bordados con sumo cuidado diversos planetas y estrellas de una hermosura inigualable, tan reales a la vista, que casi parecían moverse. Era hermosa y Madeleine no pudo evitar saltar a los brazos del muchacho dedicándole su sonrisa más bella, pero aquel salto fue tan repentino que los tiró a los dos al suelo. Madeleine se levantó avergonzada, intentando disimular su esporádica alegría, pero el brillo de sus ojos la delataba.
-¡¡¡Gracias, gracias, gracias!!!
-No es para tanto –susurró el muchacho un tanto sonrojado.
-¡Qué va! Es hermosa, fantástica, maravillosa, preciosa –los ojos se le abrían tanto que parecían amenazar con salirse de sus órbitas– Te habrá costado mucho dinero… No hacían falta tantas molestias…
-Tranquila, no me ha costado dinero. Es más, la he hecho yo –explicó el muchacho con orgullo– Ha sido mi único entretenimiento mientras me iba curando…
-Pero no tendrías porque estar recuperándote si no fuera por mi escepticismo… –Madeleine no pudo evitar agachar la cabeza en símbolo de culpabilidad.
-Madeleine –el joven la levanto la cabeza con una mano y le clavó la mirada– No fue culpa tuya. Y si lo fuera, habría merecido la pena tan solo por verte sonreír.
Madeleine se ruborizó un poco ante la respuesta tan enternecedora de Áraon.
-Madeleine… No podemos entretenernos más o el tiempo se nos echará encima –espetó la anciana acercándole a Capitán.
-Cuídate –le susurró Áraon al oído, mientras la dedicaba un abrazo de despedida.
-Lo haré –respondió en otro susurró la muchacha. El joven parecía más… ¿cómo explicarlo?... humano. Pero enseguida desechó aquella idea de su cabeza, procurando disfrutar del abrazo que éste le estaba regalando.
Se separó con delicadeza del muchacho, de un salto subió al corcel y con firmeza agarró las riendas, nunca antes había montado a caballo en el orfanato, pero Eryx la había enseñado durante su estancia en Aranda. Eryx… No la había ido a despedir… Madeleine cerró los ojos con fuerza evitando derramar la más mísera lágrima por aquel que la había traicionado y se prometió a sí misma no volver a dejar su corazón en las manos de otra persona. Le había prometido permanecer a su lado por siempre jamás, pero justo cuando más le necesitaba él se había ido. Sacudió la cabeza para alejar aquella idea de su mente, agitó con brusquedad las riendas del caballo y salió galopando hacia la amenazante espesura del bosque. Algo se había roto en su interior aquella mañana, algo que quizá no volviese a recuperar, jamás.

Mientras, un joven de cabello hilado con azabache y ojos azules como el cielo una noche de luna nueva observaba, desde su cuarto, sentado en un sillón de terciopelo rojo, el arce que se alzaba ante él imponente y glorioso. Pero su mente estaba muy lejos de allí, su mente se situaba junto a la joven de hermosa sonrisa que había conocido hace un mes. Madeleine. Solo pensar el ella le producía una agradable sensación de felicidad. Pero ahora, el hecho de recordarla resultaba horrorosamente doloroso, y cada vez que pensaba en ella y su peculiar forma de retorcerse las manos cuando estaba nerviosa, se rompía algo en su interior. Madeleine… Él solo había intentado protegerla de lo que era una muerte segura, había jurado estar con ella pasara lo que pasase, y ella le había gritado a la cara que era un egoísta, que solo pensaba en él y en nadie más. Aquellas palabras no paraban de resonar en la mente del muchacho, la manera en la que Madeleine le había respondido había sido como si le clavasen mil lanzas de traicionero dolor en el corazón. Eryx cerró los ojos evitando llorar, evitando recordar. Aquella muchacha le había concedido los días más hermosos de su vida, y él a cambio le había ofrecido algo más valioso, algo que la joven le había arrancado y destrozado sin el más mínimo reparo. Él le había ofrecido su amor. Querría, ahora, haber acudido a su encuentro, haberla abrazado, haberla dicho que todo estaba olvidado, que daba igual y no volvería a separarse de ella porque él… la necesitaba, la necesitaba con todo su ser y no podía separarse de ella. Pero su orgullo se lo impedía, y se quedó allí sentado, en su sillón de terciopelo, escuchando como los cascos de un caballo se alejaban. Produciendo, con cada encuentro de la herradura y el suelo, un daño incurable en su alma. Mientras sentía como una parte de su ser se iba muy lejos de allí, galopando hacia un viaje, tal vez sin retorno.