lunes, 10 de marzo de 2014

CAPÍTULO 7º

Mientras, en una sala reinaba el silencio. No era un silencio común, no era un silencio casual. Era un silencio forzado, incómodo, burdo. Provocaba sentir, el peso que las paredes ejercían sobre el suelo; la hoja que cae del árbol mecida por el viento veleidoso; el inexistente piar de los pájaros hechizados, que anuncian una primavera que jamás volverá; los últimos suspiros de niños viejos, que todo lo concluyen; el constante e inquieto respirar de mil almas atrapadas en un pánico silencioso. Esperando pesarosamente, la muerte de uno de ellos, sin saber todavía su causa. Simplemente, aguardando la verdad.
-¡¿Quién fue?! –bramó una voz alzándose victoriosa sobre el silencio. Mientras se paseaba lentamente entre la multitud, que le iba abriendo paso temerosamente. Era una joven de unos aproximados veinte años de edad, de porte erguido, pero de mirada impasible, tanto que infundía un terror frío, un terror seco. El pelo resbalaba por sus hombros como hilos de azabache, a la vez que sus ojos grises recorrían alerta cada rincón de la sala, inspeccionando al detalle cada rostro, hasta frenarse en seco enfrente de un hombre de mediana edad. – Tú… ¿Has congeniado a caso con los renegados, Asterd? –le preguntó con voz serena– ¿Les has brindado tu ayuda por algún motivo concreto?
-No señora… digo, Emperatriz.
-¡¡¡EMBUSTERO!!! –le cortó con un grito desgarrador la Emperatriz a la vez que le propinaba una bofetada– Además de traidor, mentiroso… Sabes perfectamente que la ley castiga a aquellos que me traicionan con la muerte, ¿no?
-¡Compréndalo! Me ofrecían dinero ¡Tengo una familia que alimentar! –el hombre no pudo contenerlo más. Estaba desesperado, la agonía, que en su interior afloraba, era cada vez más grande. Y solo de pensar en sus hijos se le caía el mundo encima. ¿Cómo recibirían ellos la noticia de su padre asesinado por traición? Cada vez que los visualizaba allí, sentados sobre la alfombra, jugando como siempre solían hacer. Eran niños… ¿Qué culpa tendrían ellos de una guerra que no habían provocado? Solo el pensarlo avivó en su interior un dolor inmenso, y sin dudarlo gritó – ¡¡¡No tuve más remedio!!! Solo les pasé un poco de…
-¡YA BASTA! Yo, Reina y Emperatriz Rubí de Morill y próximamente de Asment… –enunció lentamente, mientras dibujaba una sonrisa en su rostro– Te condeno a muerte a ti y a tu familia.
-¡¡¡ABAJO LA SANGRE PÉRFIDA!!! ¡¡¡VIVAN MALVA Y WARL ETERNAMENTE!!! –el hombre no pudo aguantar más. Estas palabras revolucionaron a la multitud, de la cual no dejaban de emanar frases, algunas de ellas como: “¡TRAIDORA!” “¡ASESINA!” “¡USURPADORA!”
-¡¡¡SILENCIO!!! –bufó colérica la Emperatriz Rubí, lo cual hizo enmudecer a todas las almas allí presentes– ¡¡¡Apresadle!!! Pero no le matéis. Quiero ser yo misma la que se encargue de este delicado asunto…
Pronto se acercó alzándose sobre sus cabezas un cuervo, negro como la pez y majestuoso como un águila, hasta llegarse a posar en el hombro de la Emperatriz, a la cual le susurró unas palabras al oído, quedándose ésta pensativa. Por fin se levantó del asiento, sobre el que se había acomodado hace unos segundos, e hizo una seña para que soltaran al hombre, que todavía forcejeaba inútilmente, intentando librarse de los guardias.
-Asterd –dijo pausadamente la Emperatriz, con un deje de desprecio en su voz– ¿Estarías dispuesto a salvarte a ti y a tu mujer e hijos, a cambio de hacerme un favor?
-Sí –respondió éste inmediatamente. Cualquiera que hubiese sido mínimamente observador, habría percibido que el tono con el que habían sido pronunciadas aquellas palabras escondía algún misterio, alguna trampa, que eran veneno puro. Pero Asterd no tenía más opciones y su caso no era el más indicado para pararse a pensar y negociar una propuesta como aquella– Dime que he de hacer y lo haré –sentenció.
-Veo que ya nos vamos entendiendo… –declaró con una sonrisa la Emperatriz.
-¿Cuál es mi cometido, señora? –preguntó Asterd muy serio. No le hacía mucha gracia el tener que ayudar a la Emperatriz, pero no podía dejar que hiciesen daño a su familia.
-Acompáñame –le ordenó la Emperatriz bruscamente. Ésta le guió entre los laberínticos pasillos del castillo hasta llegar a una sala vacía, la sala del trono, donde prosiguió la conversación– Bien, Asterd. Has de cabalgar cuán rápido viaja el viento hasta el Bosque de las Sombras. Una vez allí busca un roble centenario, golpea con una mano su corteza y di que vas de parte de la Emperatriz Rubí. Un hombre cuyo aspecto desconozco te recibirá y tú debes entregarle esta carta. Es de suma importancia que este mensaje llegue a sus manos lo antes posible. ¿Lo has entendido? –simultáneamente le entregó un sobre de color negro, ligero como una pluma.
-Sí, Emperatriz –afirmó éste con formalidad mientras se dirigía hacia la puerta, para realizar su entrega lo antes posible y poder así volver con su familia sano y salvo.
-Espera –le imperó Rubí– Gírate.
-¿Qué quiere su majestad? –respondió este, dándose de inmediato la vuelta.
-Solo te aclaro, que si por algún casual se te ocurre no entregar esta carta o dársela a los renegados, le cortaré la cabeza a cada miembro de tu familia. Por lo que su vida depende de ti. Si es el caso de que te asesinan por el camino, no me hago responsable y seguirá siendo tu familia la perjudicada, ya que la regla es que la carta debe llegar a su destino, ocurra lo que ocurra, o si no… ya sabes. Y ahora vete.
-Por supuesto su excelencia –dijo entre dientes Asterd, mientras desaparecía por la puerta.
La emperatriz no pudo evitar exhalar una carcajada, la cual retumbó por toda la sala como un desgarrador ruido reiterativo, que hizo estremecerse a las paredes. Se recostó sobre el trono y se quedó mirando hacia uno de los ventanales ricamente ornamentado con vidrieras de numerosos colores.
-Ya puedes salir Kiel –dijo esbozando una amplia sonrisa– Soy consciente de tu presencia desde que has cruzado la entrada.
-¿Por qué? –dijo el cuervo mientras se posaba en uno de los brazos del trono, con suavidad.
-¿Que por qué le he prometido no arrebatarle la vida a cambio de realizar esa entrega? Simple mi querido cuervo. Porque he adquirido un mensajero que depositará el máximo cuidado en realizar este cometido sin errores, ya que su vida y la de los suyos depende de ello. Porque le espera un destino peor y porque jamás debes fiarte de la promesa que te brinde de alguien como yo.
-Comprendo… –respondió con un brillo de crueldad en los ojos, el cuervo.
-Además, la trampa que le he tendido es perfecta para que los habitantes de este reino me teman, y por lo tanto, me respeten y no se atrevan a sublevarse. Ya que sabrán que soy una mujer de palabra. Por cierto Kiel, ordena a los guardias de que vigilen a la familia de ese hombre. Dudo mucho que vuelva… –le espetó la emperatriz con una sonrisa siniestra.
-Como usted mande –respondió el cuervo con una reverencia, mientras se dirigía hacia la puerta.
-Un momento Kiel –ordenó la Emperatriz y esperó a éste se girara, para proseguir– Hoy has hecho un gran trabajo… como recompensa te cuadruplicaré la paga y podrás tomarte dos días libres –hizo una pequeña pausa y continuó–. Ya puedes marchar… y… gracias. –Esa palabra le sonaba rara, no la había pronunciado desde hace mucho tiempo, y la sensación que le produjo fue extraña, no sabría si agradable o amarga, simplemente… diferente. Lo cierto es que Kiel la acogió con mucha alegría y salió por la puerta intentando contener su alborozo.

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