Mientras, en una sala reinaba el silencio. No era un
silencio común, no era un silencio casual. Era un silencio forzado, incómodo,
burdo. Provocaba sentir, el peso que las paredes ejercían sobre el suelo; la
hoja que cae del árbol mecida por el viento veleidoso; el inexistente piar de
los pájaros hechizados, que anuncian una primavera que jamás volverá; los
últimos suspiros de niños viejos, que todo lo concluyen; el constante e
inquieto respirar de mil almas atrapadas en un pánico silencioso. Esperando
pesarosamente, la muerte de uno de ellos, sin saber todavía su causa.
Simplemente, aguardando la verdad.
-¡¿Quién fue?! –bramó una voz alzándose victoriosa sobre el
silencio. Mientras se paseaba lentamente entre la multitud, que le iba abriendo
paso temerosamente. Era una joven de unos aproximados veinte años de edad, de
porte erguido, pero de mirada impasible, tanto que infundía un terror frío, un
terror seco. El pelo resbalaba por sus hombros como hilos de azabache, a la vez
que sus ojos grises recorrían alerta cada rincón de la sala, inspeccionando al
detalle cada rostro, hasta frenarse en seco enfrente de un hombre de mediana
edad. – Tú… ¿Has congeniado a caso con los renegados, Asterd? –le preguntó con
voz serena– ¿Les has brindado tu ayuda por algún motivo concreto?
-No señora… digo, Emperatriz.
-¡¡¡EMBUSTERO!!! –le cortó con un grito desgarrador la
Emperatriz a la vez que le propinaba una bofetada– Además de traidor,
mentiroso… Sabes perfectamente que la ley castiga a aquellos que me traicionan
con la muerte, ¿no?
-¡Compréndalo! Me ofrecían dinero ¡Tengo una familia que
alimentar! –el hombre no pudo contenerlo más. Estaba desesperado, la agonía,
que en su interior afloraba, era cada vez más grande. Y solo de pensar en sus
hijos se le caía el mundo encima. ¿Cómo recibirían ellos la noticia de su padre
asesinado por traición? Cada vez que los visualizaba allí, sentados sobre la alfombra,
jugando como siempre solían hacer. Eran niños… ¿Qué culpa tendrían ellos de una
guerra que no habían provocado? Solo el pensarlo avivó en su interior un dolor
inmenso, y sin dudarlo gritó – ¡¡¡No tuve más remedio!!! Solo les pasé un poco
de…
-¡YA BASTA! Yo, Reina y Emperatriz Rubí de Morill y
próximamente de Asment… –enunció lentamente, mientras dibujaba una sonrisa en
su rostro– Te condeno a muerte a ti y a tu familia.
-¡¡¡ABAJO LA SANGRE PÉRFIDA!!! ¡¡¡VIVAN MALVA Y WARL
ETERNAMENTE!!! –el hombre no pudo aguantar más. Estas palabras revolucionaron a
la multitud, de la cual no dejaban de emanar frases, algunas de ellas como:
“¡TRAIDORA!” “¡ASESINA!” “¡USURPADORA!”
-¡¡¡SILENCIO!!! –bufó colérica la Emperatriz Rubí, lo cual
hizo enmudecer a todas las almas allí presentes– ¡¡¡Apresadle!!! Pero no le
matéis. Quiero ser yo misma la que se encargue de este delicado asunto…
Pronto se acercó alzándose sobre sus cabezas un cuervo,
negro como la pez y majestuoso como un águila, hasta llegarse a posar en el
hombro de la Emperatriz, a la cual le susurró unas palabras al oído, quedándose
ésta pensativa. Por fin se levantó del asiento, sobre el que se había acomodado
hace unos segundos, e hizo una seña para que soltaran al hombre, que todavía
forcejeaba inútilmente, intentando librarse de los guardias.
-Asterd –dijo pausadamente la Emperatriz, con un deje de
desprecio en su voz– ¿Estarías dispuesto a salvarte a ti y a tu mujer e hijos,
a cambio de hacerme un favor?
-Sí –respondió éste inmediatamente. Cualquiera que hubiese
sido mínimamente observador, habría percibido que el tono con el que habían
sido pronunciadas aquellas palabras escondía algún misterio, alguna trampa, que
eran veneno puro. Pero Asterd no tenía más opciones y su caso no era el más
indicado para pararse a pensar y negociar una propuesta como aquella– Dime que
he de hacer y lo haré –sentenció.
-Veo que ya nos vamos entendiendo… –declaró con una sonrisa
la Emperatriz.
-¿Cuál es mi cometido, señora? –preguntó Asterd muy serio.
No le hacía mucha gracia el tener que ayudar a la Emperatriz, pero no podía
dejar que hiciesen daño a su familia.
-Acompáñame –le ordenó la Emperatriz bruscamente. Ésta le
guió entre los laberínticos pasillos del castillo hasta llegar a una sala
vacía, la sala del trono, donde prosiguió la conversación– Bien, Asterd. Has de
cabalgar cuán rápido viaja el viento hasta el Bosque de las Sombras. Una vez
allí busca un roble centenario, golpea con una mano su corteza y di que vas de
parte de la Emperatriz Rubí. Un hombre cuyo aspecto desconozco te recibirá y tú
debes entregarle esta carta. Es de suma importancia que este mensaje llegue a
sus manos lo antes posible. ¿Lo has entendido? –simultáneamente le entregó un
sobre de color negro, ligero como una pluma.
-Sí, Emperatriz –afirmó éste con formalidad mientras se dirigía
hacia la puerta, para realizar su entrega lo antes posible y poder así volver
con su familia sano y salvo.
-Espera –le imperó Rubí– Gírate.
-¿Qué quiere su majestad? –respondió este, dándose de
inmediato la vuelta.
-Solo te aclaro, que si por algún casual se te ocurre no
entregar esta carta o dársela a los renegados, le cortaré la cabeza a cada
miembro de tu familia. Por lo que su vida depende de ti. Si es el caso de que
te asesinan por el camino, no me hago responsable y seguirá siendo tu familia
la perjudicada, ya que la regla es que la carta debe llegar a su destino,
ocurra lo que ocurra, o si no… ya sabes. Y ahora vete.
-Por supuesto su excelencia –dijo entre dientes Asterd,
mientras desaparecía por la puerta.
La emperatriz no pudo evitar exhalar una carcajada, la cual
retumbó por toda la sala como un desgarrador ruido reiterativo, que hizo
estremecerse a las paredes. Se recostó sobre el trono y se quedó mirando hacia
uno de los ventanales ricamente ornamentado con vidrieras de numerosos colores.
-Ya puedes salir Kiel –dijo esbozando una amplia sonrisa–
Soy consciente de tu presencia desde que has cruzado la entrada.
-¿Por qué? –dijo el cuervo mientras se posaba en uno de los
brazos del trono, con suavidad.
-¿Que por qué le he prometido no arrebatarle la vida a
cambio de realizar esa entrega? Simple mi querido cuervo. Porque he adquirido
un mensajero que depositará el máximo cuidado en realizar este cometido sin
errores, ya que su vida y la de los suyos depende de ello. Porque le espera un
destino peor y porque jamás debes fiarte de la promesa que te brinde de alguien
como yo.
-Comprendo… –respondió con un brillo de crueldad en los
ojos, el cuervo.
-Además, la trampa que le he tendido es perfecta para que
los habitantes de este reino me teman, y por lo tanto, me respeten y no se
atrevan a sublevarse. Ya que sabrán que soy una mujer de palabra. Por cierto
Kiel, ordena a los guardias de que vigilen a la familia de ese hombre. Dudo mucho
que vuelva… –le espetó la emperatriz con una sonrisa siniestra.
-Como usted mande –respondió el cuervo con una reverencia,
mientras se dirigía hacia la puerta.
-Un momento Kiel –ordenó la Emperatriz y esperó a éste se
girara, para proseguir– Hoy has hecho un gran trabajo… como recompensa te
cuadruplicaré la paga y podrás tomarte dos días libres –hizo una pequeña pausa
y continuó–. Ya puedes marchar… y… gracias. –Esa palabra le sonaba rara, no la
había pronunciado desde hace mucho tiempo, y la sensación que le produjo fue
extraña, no sabría si agradable o amarga, simplemente… diferente. Lo cierto es
que Kiel la acogió con mucha alegría y salió por la puerta intentando contener
su alborozo.
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