viernes, 21 de marzo de 2014

CAPÍTULO 8º

La fusta no cesaba de golpear el lomo de aquel animal asfixiado. Desgastado por los años, con la mirada perdida, el pelaje polvoriento y una humedad que se introducía hasta las entrañas como un dolor helado, el animal recorría sus últimos pasos hacia un bosque del que, desde hace años, nadie había salido vivo, y los que habían conseguido eludir a la muerte habían perdido el juicio. Pero aquel corcel no parecía preocupado más que por reducir la marcha, pero sus ideas eran contrapuestas a las de su jinete, que sacudía las riendas a cada segundo que pasaba. Aquel hombre tenía la mirada impasible, ignoraba todo aquello que le rodeaba, la tormenta, el barro y los rayos, le eran indiferentes y toda su atención se concentraba en la fina línea del horizonte, a través de la cual se comenzaba a divisar, tímida pero amenazante, una arboleda espesa. Su capa azul marina ondeaba libre al viento, a diferencia de su dueño, preso de una promesa que le costaría la vida. Los gemidos jadeantes del animal eran cada vez más fuertes y su amo sabía perfectamente que no aguantaría muchos metros más, pero ajeno a las silenciosas súplicas de la criatura no dejaba sino de acelerar la marcha.
Llegaron por fin a la entrada del bosque, que se alzaba amenazante sobre sus cabezas. Asterd vaciló un segundo, pero continuadamente sacudió con decisión las riendas del animal, que indeciso se adentró en la espesura del arbolado con la cabeza gacha, ya que se dice que los animales poseen un sentido interior que les permite oler el peligro que está por llegar. Y así era, porque ambos, jinete y caballo, estaban recorriendo un camino del que jamás regresarían, al menos con vida. El corcel era consciente, pero el jinete, ingenuo a la realidad, intentaba alcanzar una quimera imposible a costa de su vida, y así sería. Porque con cada encuentro de la fusta y el lomo del caballo, se acercaba más al momento de su hora.
Legó por fin, el hombre, al frente del roble centenario y un escalofrío recorrió todo su cuerpo como una descarga de pánico mortífero. Sin duda aquel árbol era imponente y antiguo, pero había algo extraño en él. El viento caprichoso y valiente gimió entre sus ramas susurrando aquello que el hombre intentaba averiguar, aquel secreto que envolvía interrogante al viejo árbol. Estaba muerto o, por lo menos, no estaba vivo del todo. Aquel no podía ser un buen lugar y sin dudarlo se dio media vuelta, pero su sorpresa fue, que frente a él se situaba una figura vestida de negro, cuyo rostro quedaba oculto por la capucha de su toga.
-¿Tan pronto te marchas? –un terror frío recorrió junto a aquellas palabras el interior de Asterd– Ni siquiera has entrado a saludar. Perdona que te diga, pero tienes una educación pésima y a mí no me gustan los maleducados. Así que si no te importa, acabaré en un segundo contigo y proseguiré con mi trabajo, que aún queda mucho por hacer.
Asterd se quedó helado. No sabía qué hacer, ¿cómo tenía que reaccionar? ¿Debería correr? No, demasiado arriesgado, aquella silueta era un varón de, a decir verdad, unos diecinueve años de edad y no tardaría en alcanzarle, pero por otra parte si se quedaba quieto le mataría. Entonces vinieron a su cabeza las palabras que le había mencionado Rubí “Di que vas de parte de la Emperatriz Rubí. Un hombre cuyo aspecto desconozco te recibirá y tú debes entregarle esta carta.” Y sin dudarlo gritó, para que se le pudiese oír entre el ruido de la tormenta:
-Vengo de parte de la Emperatriz Rubí.
-¿De verdad? ¿Y qué quiere? –Asterd pudo percibir, a pesar de que el rostro de aquel joven permaneciese oculto, que en su semblante se reflejaba la curiosidad, la duda y la precaución.
-Quiere que te dé esta carta. –Le explicó mientras le tendía un sobre negro– He recorrido muchos kilómetros para llegar hasta ti, por lo que espero que no me mates a la primera de cambio.
-Claro que no. Pasa adentro, debes estar muerto de hambre. –Le espetó el joven mientras la corteza del roble se abría dejando entrever, en su interior, una luz de la que emanaba un calor reconfortante. Atraído por el fuego, Asterd, no dudó ni un segundo y entró en aquella jaula sin salida.
 Era una estancia hermosa, repleta de diversos muebles de madera y estantes con numerosos libros. A pesar de ser una única habitación, se podían distinguir tres partes notablemente diferenciadas. Una constituía el salón que ejercía, también, el oficio de comedor, y constaba de un sofá cubierto de sedas de diversos colores, una pequeña mesa de madera, en cuya superficie se situaba un cristal impecable, y a ambos lados de ésta se encontraban dos taburetes, cada uno con un mullido cojín encima. Otra parte se trataba de la cocina, compuesta por varias mesitas de madera sobre las que se encontraban desparramados una gran cantidad de utensilios, mientras que la parte central estaba ocupada por un pequeño horno de fuego y un arcón robusto. Por último estaba la habitación, complementada por una enorme cama con diversos cojines de diferentes tamaños, a un lado de la cama había un escritorio de madera muy práctico, sobre el cual había ordenados plumas, frascos de tinta y papeles, a la derecha del todo se situaba una estantería repleta de libros de distintos tipos y a su izquierda un enorme armario de madera tallada con motivos florales. Era una sala tan bella que resultaba difícil de creer la idea de que perteneciese a un asesino.
-Acomódate, te serviré un poco de comida.
-Muchas gracias –enseguida el joven le sirvió unos alimentos, que Asterd no tuvo tiempo de reconocer de lo rápido que los engulló.
-Se ve que tenías hambre. –Dijo con una carcajada solemne el muchacho– Y ahora voy a leer la carta que ha redactado para mí, mi querida amiga la Emperatriz –Y con un ágil movimiento de dedos abrió el sobre y vació su interior, comenzando instantáneamente a leer la carta.

Querido Kimert:
                Espero que esta carta haya llegado a tus manos lo antes posible e intacta. La importante noticia que le quiero comunicar requiere de una máxima delicadeza en su resolución. Me temo, por contactos que me han alertado, que se ha introducido en tus dominios una joven llamada Madeleine, tiene el cabello rojo fuego y cabalga a lomos de un corcel blanco. Seguramente te preguntes que hay de malo en que una chiquilla de escasa edad se cuele en tu bosque, fácil querido compañero, esa chiquilla no es otra que la mismísima “salvadora” de Morill y si ahora no es peligrosa, da igual, en su interior hay más de lo que crees, por lo que cuanto antes acabes con ella mucho mejor. Y no quiero que por ningún casual, se te escape, o las consecuencias serán nefastas. Y respecto al hombre que te ha entregado la carta, es un traidor. Ha colaborado con los renegados por lo que quiero que te encargues de él, cuando te venga bien por supuesto.
Atentamente Rubí
P.D.: Recuerda, si yo me caigo con todo el equipo, tú te vienes conmigo a la tumba. ¿Entendido? Solo eso, ya no te hago perder más tiempo.

El hombre se estiró levemente, de un salto se levantó del sofá y dibujó lentamente una macabra sonrisa en su rostro.
-Puedes salir –dijo el joven señalando la apertura por la que minutos antes habían entrado– Si por mí fuese te mataría. Pero tengo mucha prisa, por lo que dejaré que el bosque se encargue de ti. Y te aseguro que te arrepentirás de no haberme suplicado que te mate, porque el dolor que va a recorrer tu cuerpo esta noche será infernal e inhumano –declaró exhalando una carcajada que hizo retumbar el suelo– Y si por casualidad se te ha ocurrido la brillante idea de escapar a lomos de tu viejo corcel, quiero que sepas que de él ya me he encargado –le espetó señalando un cuerpo sin vida situado en el exterior del árbol.
Asterd reprimió un grito de horror y sin rechistar atravesó la puerta, con la cabeza baja. Pero cuando quiso girarse para divisar por última vez a su asesino, él ya no estaba y tampoco el roble lo acompañaba. Suspiró profundamente, le habían engañado como a un necio y esta noche pagaría caro su error. Cerró los ojos y acarició con delicadeza las crines del corcel.
-Perdóname… –le susurró con desolación al oído mientras se dejaba caer sobre su lomo, para esperar así la hora de su muerte.

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